Día tercero.
Tercer drulus[1].
Cuarto igtarok[2].
Notas del Apakí.
El
cristal de Apakí, codiciado tesoro por los hechiceros del mundo conocido, se
fue agotando de a poco y ello llevó al borde de la extinción a la raza que
tanto lo ansía. Aunque, según cuentan los libros polvorientos que hay en la
parte bajo tierra en la casa de mi padre, es imposible que el cristal se agote
para siempre o que su poder disminuya, pero lo que sí hace es esconderse cuando
siente que el peligro se acerca. O, en algunos casos, puede transformarse para
adaptarse…
Mi cuerpo estaba
cansado por la mañana. La noche anterior había estado tratando una y otra vez
aquel hechizo, pero seguía sin funcionar. No sabía qué estaba haciendo mal. No
sabía qué tenía que hacer. Asumí que el cansancio también se debía a la
frustración que sentía, además de las largas noches de estudio junto a los
libros para encontrar la solución al dilema que me aquejaba.
¿Acaso era tan difícil
crear un mísero cristal de Apakí? Ni siquiera era algo tan grande y rebuscado
lo que necesitaba, sino que un trozo minúsculo, del tamaño de un dedo, quizás
un poco más. Pero pequeño. Y no podía… A mi maestro le resultó tan fácil hacer
aparecer uno cuando nos enseñaba hechicería hacia tres drulus, que no entendía por qué yo no. Es
decir, tengo la habilidad, quiero aprender, a diferencia de mis compañeros que
van por obligación, porque sus familias así lo dictan.
Yo estoy solo. Me
recogió un buen hombre —anciano ya— cuando caminaba por el bosque, escuchó un
llanto entre la maleza y se acercó, temeroso al principio pero con la
amabilidad que sólo un noble corazón puede tener. Me vio, me cargó y me dio
todo lo que un padre puede dar. Pero lo bueno nunca dura para siempre y los
dioses se lo llevaron a una mejor vida cuando yo rozaba los trece walik[3],
y ahora ya casi tengo los veintitrés.
Lo extrañaba, era lo
único que tenía y por quien hubiera hecho cualquier cosa. Mi cariño por él era
tan grande como lo era el odio por los que me abandonaron siendo sólo un bebé.
Quizás mi padre nunca debió contarme sobre mis verdaderos orígenes, pero ya era
tarde para lamentaciones.
Mi concentración
estaba en encontrar la manera de hacer aparecer un trozo de cristal de Apakí y
pasar al siguiente nivel de hechicería. Si no lograba eso para la próxima
reunión, tendría que esperar otro walik para realizarlo de nuevo, y ya llevaba
dos walik fallidos, no podía permitirme otro error, no podría otra vez con mi
orgullo herido.
¿Y si era cierto lo
que decían? Era extraño pero coincidía, sólo los herederos directos de
hechiceros lograban hacer aparecer un trozo de cristal. Yo no podía, como
tampoco podían los sirvientes de mis compañeros que eran obligados a estudiar
hechicería porque debían acompañar al futuro mago a recorrer el mundo, y si
debían dar la vida por salvar a su amo, no tenían posibilidad de elegir otro
camino. Según mis compañeros yo también pertenecía a esa raza: los navrëk, que
era como llamaban a los esclavos.
Pero yo haría aparecer
un cristal de Apakí en la siguiente reunión costara lo que costase. Ya estaba
decidido, aunque tuviera que dejar mi voluntad en ello, me convertiría en un
hechicero de nivel más alto ese mismo walik.
No me levanté en todo
el día.
Día cuarto.
Tercer drulus.
Cuarto igtarok.
Notas del Gotë
Se
dice que el gotë era un tipo de cristal raro, razón por la que casi no hay
información del tema. Según los libros polvorientos de mi padre, sólo se ha
visto una única vez, cuando el gran dios Einö separó las grandes tierras para
dejarlas como están hasta el día de hoy. Pero eso fue hace muchos walik, tantos
que ningún libro me puede dar una fecha exacta. Algunos mencionan dos soles…
El descanso del día
anterior había funcionado, aunque se me acumularan cosas por hacer, no me lo
reproché, como venía haciendo desde hace un tiempo. En lugar de eso me dispuse
a mirar si el sitio en el antejardín, en donde estaba realizando el hechizo, se
encontraba intacto para seguir practicando. A veces los animalillos del bosque
vienen a husmear y rompen todo.
Pero lo que vi al
abrir la puerta me dejó sin poder respirar por unos instantes. Frente a mí,
tenía un gigantesco cristal de color negro que nacía justo de donde tenía mis
marcas para el hechizo del Apakí, y ése no era el que necesitaba…
Me acerqué con paso
lento y estiré mi brazo para rozar el cristal con la punta de mis dedos, era
algo que no podía evitar: me estaba llamando. Pero el simple y pequeño contacto
de mi piel con la superficie lisa y helada me hizo estremecer por las descargar
eléctricas que emanaron. Aun así no retrocedí, mi reflejo llamó la atención.
Allí estaba yo, y fue
esto lo que me hizo dar cuenta que aquello no era el cristal de Apakí,
supuestamente cuando uno se mira en el cristal se ve en su edad más tierna, más
pura, porque eso es lo que guarda el cristal y lo que le da la fuerza al
hechicero. En cambio lo que yo vi fue a mí mismo como siempre, allí estaban mis
ojos oscuros y medio rasgados, mi mentón flacucho y mi nariz respingada. Mis
orejas afiladas y mi corto cabello negro. Mi piel se veía mucho más oscura
debido al color del cristal. Y también había algo que yo no tenía, una enorme
cicatriz en la espalda que parecía una araña, y el volcán en erupción como
fondo.
Volteé al instante, la
casa de mi padre quedaba a los pies del gran volcán Einönaïs, en medio del
bosque y algo alejada del resto de la población, pero fue un alivio verlo tan
tranquilo como siempre. Según la leyenda el dios Einö utilizó el volcán para la
separación de las tierras, aunque gracias a Einönaïs se calmó y la vida volvió.
Miré de nuevo el
cristal, pero una energía me envió sobre mis pasos y me lanzó contra la puerta.
Por suerte estaba abierta, aunque no por mucho porque la cerré una vez que
estuve por completo dentro. No sabía qué era aquello, y tampoco me arriesgaría,
no hasta encontrar información.
No había mucho que
leer sobre el cristal, sólo pude averiguar que quizás es el cristal de Gotë, ya
que se ajusta a la única descripción que encontré de él. Pero no hay más.
Tendría que investigarlo por mí mismo.
Cerré el libro que
tenía en mis manos y me puse de pie, me armé de valor y salí al antejardín.
Tenía la esperanza de que hubiera desaparecido, tal y como llegó, pero no, allí
estaba el cristal negro e imponente, mostrando toda su magnificencia a mí…
Entonces fue cuando
recordé que si veían el cristal llegarían todos para adueñarse de él, y con el
tamaño que poseía era imposible que no lo vieran. Y no lo permitiría, el
cristal era mío, yo lo había conjurado y sólo yo tenía derecho a utilizarlo. Él
no sólo me haría pasar a un grado de hechicero más alto, sino que me daría el
respeto que siempre he esperado. Pero no aún, debía quedarse oculto por un
tiempo más. Decidí usar un hechizo de ocultamiento, no lo enviaría a otro lado,
lo escondería de los ojos curiosos de todos. Sólo yo lo vería.
Comencé a recitar las
palabras para ocultarlo, pero apenas había empezado el cristal me atacó con los
mismos golpes eléctricos que utilizó cuando lo toqué. Aquello no podía estar
pasando, no podía dejarlo a la vista de todos. Lo intenté de nuevo.
Una red de rayos de
color morado salió disparada hacia mí, intenté esquivarla pero no pude, y mucho
menos me dio tiempo para lanzar un hechizo de defensa. Grité, el dolor que me
provocó no se lo deseo a nadie, ni siquiera a quienes tanto odio. Pero ninguno
de mis gritos disminuyó el ataque, ni siquiera cuando me retorcía en el suelo.
De pronto unas
imágenes se adueñaron de mi mente: eran de cuando me abandonaron en el bosque.
Vi cada uno de esos rostros, no los olvidaría jamás. También vi a mis
compañeros de hechicería llamándome navrëk y otras cosas. Y la cicatriz en mi
espalda… y mis puños apretados… con rayos morados a su alrededor.
Y de pronto supe lo
que debía hacer.
Me levanté con
esfuerzo, pero el cristal volvió a mandarme al suelo. Lo intenté de nuevo hasta
que logré mantenerme de pie. Avancé hasta el cristal, estiré mi brazo y dejé mi
palma apoyada por completo.
Las palabras salieron
por sí mismas de mi boca, nunca antes había escuchado ese idioma, pero sonaba
antiguo. En ese momento no tuve ni la más mínima idea de lo que había dicho,
pero sí lo que había hecho.
En ese instante el
volcán hizo explosión y las islas se estremecieron. Una gran nube se formó
sobre mi cabeza, que terminó cubriendo la cima de Einönaïs para siempre, el cristal
se redujo y pasó a formar parte de mí.
Ese día murió Jedé y
nació Káñcadus: la reencarnación de Káñca, el Único, el primero, el que es luz
y oscuridad, quien es todo y nada a la vez. El padre de todos.
Káñcadus, amo y señor
de todo Készlet.
[1] Drulus: nombre del sol mediano en el mundo de Készlet, que
marca el inicio y fin de un periodo de tiempo de cinco días, ya que aparece
cada cinco días.
[2] Igtarok: nombre del sol pequeño en el mundo de Készlet, que
marca el inicio y fin de un periodo de un mes, donde cada mes corresponde a
veinticinco días o cinco drulus.
[3] Walik: nombre del sol mayor en el mundo de Készlet, que
marca el inicio y fin de un periodo de tiempo de un año, ya que aparece cada un
año.
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