Damianos llegó al
final de su viaje, o por lo menos así le decía su cansado cuerpo. Ya no era el
mismo niño que salió de su casa años atrás, en busca de la salvación de su abuela —quien lo crió y
cuidó desde su nacimiento— y de su desaparecido padre. Le faltaban algunos
kilos encima, los ojos se le habían hundido en sus cuencas y los huesos
asomaban en varias partes de su cuerpo, ya parecía uno de los tantos que
deambulaban por allí.
Jugueteaba con tres oboles entre sus dedos, único regalo
tangible de su madre en todo lo que llevaba de vida. No podía decir mucho de
ella, sólo que Abuela tenía un pequeño altar en su nombre. Circe no era una de
las grandes diosas, por eso siempre le preguntó a Abuela por qué veneraba a la
diosa de la magia, aunque nunca obtuvo respuestas. No hasta que cayó enferma y
Damianos no supo qué hacer. La imagen de Circe se apareció frente al altar,
junto al lecho de Abuela, y le explicó cómo salvarla, y algunos detalles no tan importantes. No fue fácil de aceptar y
entender que era hijo de una diosa y un humano.
Damianos apretó en su
puño los tres oboles y miró al
frente. El barquero aún no era visible, pero el Estigia estaba allí, frente a
él, tranquilo y pacífico en aquella parte, aunque con aguas turbias. Las
sombras, como les llamaban a los espíritus, se acercaron a la orilla cuando
comenzaron las ondas a propagarse con más intensidad.
Caronte avanzaba a
paso lento, como cansado de tan largos e interminables viajes, y lo peor era
que así sería, nunca acabaría. Se detuvo en el muelle y uno por uno fueron
subiendo los nuevos pasajeros, entregando la moneda de oro que llevaban en sus
ojos o boca. Damianos iba de los últimos, con la esperanza de que su apariencia
lo ayudara con Caronte y no le hiciera problemas por entrar al lugar prohibido
para los mortales. Apretó con más fuerza los tres oboles.
El barquero le impidió
el paso con una mano huesuda que colocó frente al rostro del chico, éste le
enseñó uno de los oboles, pero
Caronte continuó impasible. La segunda moneda lo hizo bajar la mano, Damianos
lo observó con atención, parecía pensativo, quizás lo dejaría pasar con sólo
dos, así podría usar el tercero para otra cosa. Caronte movió los labios, pero
las palabras no se escucharon, sino que resonaron en la mente del mortal.
«”Un viaje de ida”,
dijo con los ojos clavados en el chico. “No puedo darte más”». Y le dio la
espalda para ir al lugar que le correspondía, donde continuaría con su trabajo.
Damianos suspiró
aliviado, el primer paso estaba dado. Lo otro debería de ser más fácil, porque
¿qué tan difícil podría ser sacar un poco de agua de dos ríos? Él había hecho
eso desde pequeño, cuando Abuela lo enviaba al Eurotas a llenar las vasijas, a
pesar que en esta ocasión fuera completamente diferente: el agua salvaría a
Abuela.
Y también estaba
Cerbero… Al principio, no lo podía negar, pensar en el perro de tres cabezas lo
espantaba, pero su madre le dio un consejo: canta, y él tenía pensado utilizarlo.
Había una canción que Abuela solía cantar para tranquilizarlo cuando era un
bebé. A medida que fue creciendo perdió su efecto, pero a Damianos le
encantaba, así que la canción era su siguiente plan.
Cuando Caronte los
obligó a todos a desembarcar, se encontraron frente a las puertas del reino de
Hades, y allí, asustando a las sombras, Cerbero cumpliendo con su trabajo.
Damianos de nuevo iba de los últimos, a paso lento, intentando mantenerse
sereno. Comenzó a cantar unos cuantos metros antes de llegar al can, que al
escucharlo dejó de ladrar y olfateó en dirección a Damianos. El chico se
asustó, pero trató de no demostrarlo para que su voz continuara pareja, y lo
logró, Cerbero cayó dormido y él pudo entrar sin problema alguno. Las puertas
se cerraron tras él y fue cuando, por primera vez desde que salió de casa,
pensó que jamás podría regresar, aunque debía de hacerlo por Abuela.
Miró al frente, lo
único que le quedaba era caminar por aquel paraje desolador, con algunas de las
sombras vagando de un lado a otro sin rumbo, otras que iban directo a los
Eliseos. Él se dejó guiar por sus pies que avanzaban casi por sí mismos. Tenía
que llegar al monte, allí nacía el río Leteo, el río del olvido, del cual
necesitaba un poco de sus aguas para salvar a Abuela. Y después al Mnenósine,
el río de los recuerdos, para encontrar a su padre.
Damianos caminó con
paso firme, aunque no supo por cuánto tiempo porque allí todo era igual. A su
espalda las puertas de entrada al Hades, por los rededores los cinco ríos que
rodeaban el Inframundo. El principal, el Estigia, por el cual navegaba sin
parar Caronte, era diferente en una única cosa al resto: las sombras. Todos
tenían aguas tranquilas y estancadas, excepto el Estigia que en algunos
sectores se volvía un poco turbulento a causa de los espíritus que no lograron
ir a ninguna parte dentro del Hades y se quedaron vagando por el río
eternamente. Aunque también dicen que Caronte tiró por la borda a varios
mortales que quisieron engañarlo.
Damianos se detuvo
frente al río de fuego, el Piriflegetonte. Sus pies lo habían llevado demasiado
a la orilla y si no es por una piedra que casi lo bota, se hubiera hundido en
aquellas agua para no salir jamás. Salió de la ensoñación que era mirar el
reino de Hades, y giró a la derecha para seguir hacia su destino, el monte
estaba ligeramente cargado a ese lado.
Caminó arrastrando sus
pies, de pronto el peso de su cuerpo comenzó a hacerse insostenible, pero el
deseo de salvar a Abuela era más fuerte que cualquier cosa y continuó caminando
sin parar, mirando el monte, teniéndolo siempre al frente. Hasta que los dedos
del pie sintieron la humedad típica de las cercanías de un río de aguas tibias.
Damianos se quedó
observando, el río Leteo nacía en la punta del monte, uno tan alto que el chico
pensó que se juntaba con la morada de los dioses, en el Olimpo. Según se
contaba allí las sombras pagaban por sus pecados y una vez libres podían ir a
los Eliseos. Pero el chico no creía en eso, eran pocos los que pensaban que así
era, como Abuela, ella le había enseñado aquello a Damianos.
Avanzaba entre curvas,
esquivando los otros cuatro ríos que rodeaban el Hades, aunque casi al llegar a
las puertas pasaba a ser parte del Estigia, al igual que todos los ríos, no por
nada era el principal en aquel mundo. La tierra era arenosa, a diferencia del
camino que había dejado atrás: duro y lleno de rocas. El agua acarició las
puntas de sus dedos en los pies.
Damianos miró hacia
abajo, la sensación le había gustado. El agua estaba tibia y él tenía el cuerpo
cansado. El Leteo, estancado como estaba, transmitía ligeras y suaves ondas. Y,
a pesar de sus aguas turbias como todo en el Hades, era tranquilizador e
hipnótico. El chico no notó cómo cada vez se iba acercando más y más, la
tibieza y la suavidad le fueron quitando de a poco sus recuerdos.
En su mano aún
apretaba uno de los tres oboles, y
eso lo trajo a la realidad cuando se enterró más de lo necesario el metal. Tomó
la cuenca de agua y la llenó, volvió a colgársela del quitón, fue cuando se dio
cuenta que el agua le llegaba hasta más arriba de las rodillas, y no le
importó, su cuerpo le exigía quedarse y
su mente estaba demasiado exhausta como para dar batalla. Damianos dio un paso
al frente, luego otro y otro. La imagen de su madre, a la orilla contraria de
la que él se encontraba, lo llamaba a sus brazos, pero todo se volvió borroso
de pronto, y su cuerpo al fin descansó.
Cuando despertó, sobre
la tierra dura, seca y rojiza, tenía la ropa mojada y en su mano derecha
apretaba con fuerza un trozo de metal, no sabía lo que era ni para qué servía.
Se sentó y miró en rededor, a pocos pasos al frente había un río, de aguas
estancadas y turbias, nacía de un inmenso monte a su costado izquierdo. Tras él
otro río, y todo lo que se podía ver al horizonte era seco, inhóspito y
desesperanzado. Unas enormes puertas a lo lejos. Unos aullidos desgarradores.
Damianos se preguntó
si siempre había vivido allí, no se veía nadie por los alrededores, quizás era
el único sobreviviente de una catástrofe. Pero ¿qué era esa cosa en su mano?
Tal vez, si caminaba hacia las puertas, hacia los aullidos, obtendría alguna
respuesta. Y así lo hizo, sin poder recordar el motivo que lo llevó hasta allí
y por qué tenía aquella vasija amarrada a su ropa.
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