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4 de abril de 2021

[Recovecos] La hora del olvido

 

Damianos llegó al final de su viaje, o por lo menos así le decía su cansado cuerpo. Ya no era el mismo niño que salió de su casa años atrás, en busca de  la salvación de su abuela —quien lo crió y cuidó desde su nacimiento— y de su desaparecido padre. Le faltaban algunos kilos encima, los ojos se le habían hundido en sus cuencas y los huesos asomaban en varias partes de su cuerpo, ya parecía uno de los tantos que deambulaban por allí.

Jugueteaba con tres oboles entre sus dedos, único regalo tangible de su madre en todo lo que llevaba de vida. No podía decir mucho de ella, sólo que Abuela tenía un pequeño altar en su nombre. Circe no era una de las grandes diosas, por eso siempre le preguntó a Abuela por qué veneraba a la diosa de la magia, aunque nunca obtuvo respuestas. No hasta que cayó enferma y Damianos no supo qué hacer. La imagen de Circe se apareció frente al altar, junto al lecho de Abuela, y le explicó cómo salvarla, y algunos detalles no  tan importantes. No fue fácil de aceptar y entender que era hijo de una diosa y un humano.

Damianos apretó en su puño los tres oboles y miró al frente. El barquero aún no era visible, pero el Estigia estaba allí, frente a él, tranquilo y pacífico en aquella parte, aunque con aguas turbias. Las sombras, como les llamaban a los espíritus, se acercaron a la orilla cuando comenzaron las ondas a propagarse con más intensidad.

Caronte avanzaba a paso lento, como cansado de tan largos e interminables viajes, y lo peor era que así sería, nunca acabaría. Se detuvo en el muelle y uno por uno fueron subiendo los nuevos pasajeros, entregando la moneda de oro que llevaban en sus ojos o boca. Damianos iba de los últimos, con la esperanza de que su apariencia lo ayudara con Caronte y no le hiciera problemas por entrar al lugar prohibido para los mortales. Apretó con más fuerza los tres oboles.

El barquero le impidió el paso con una mano huesuda que colocó frente al rostro del chico, éste le enseñó uno de los oboles, pero Caronte continuó impasible. La segunda moneda lo hizo bajar la mano, Damianos lo observó con atención, parecía pensativo, quizás lo dejaría pasar con sólo dos, así podría usar el tercero para otra cosa. Caronte movió los labios, pero las palabras no se escucharon, sino que resonaron en la mente del mortal.

«”Un viaje de ida”, dijo con los ojos clavados en el chico. “No puedo darte más”». Y le dio la espalda para ir al lugar que le correspondía, donde continuaría con su trabajo.

Damianos suspiró aliviado, el primer paso estaba dado. Lo otro debería de ser más fácil, porque ¿qué tan difícil podría ser sacar un poco de agua de dos ríos? Él había hecho eso desde pequeño, cuando Abuela lo enviaba al Eurotas a llenar las vasijas, a pesar que en esta ocasión fuera completamente diferente: el agua salvaría a Abuela.

Y también estaba Cerbero… Al principio, no lo podía negar, pensar en el perro de tres cabezas lo espantaba, pero su madre le dio un consejo: canta, y él tenía pensado utilizarlo. Había una canción que Abuela solía cantar para tranquilizarlo cuando era un bebé. A medida que fue creciendo perdió su efecto, pero a Damianos le encantaba, así que la canción era su siguiente plan.

Cuando Caronte los obligó a todos a desembarcar, se encontraron frente a las puertas del reino de Hades, y allí, asustando a las sombras, Cerbero cumpliendo con su trabajo. Damianos de nuevo iba de los últimos, a paso lento, intentando mantenerse sereno. Comenzó a cantar unos cuantos metros antes de llegar al can, que al escucharlo dejó de ladrar y olfateó en dirección a Damianos. El chico se asustó, pero trató de no demostrarlo para que su voz continuara pareja, y lo logró, Cerbero cayó dormido y él pudo entrar sin problema alguno. Las puertas se cerraron tras él y fue cuando, por primera vez desde que salió de casa, pensó que jamás podría regresar, aunque debía de hacerlo por Abuela.

Miró al frente, lo único que le quedaba era caminar por aquel paraje desolador, con algunas de las sombras vagando de un lado a otro sin rumbo, otras que iban directo a los Eliseos. Él se dejó guiar por sus pies que avanzaban casi por sí mismos. Tenía que llegar al monte, allí nacía el río Leteo, el río del olvido, del cual necesitaba un poco de sus aguas para salvar a Abuela. Y después al Mnenósine, el río de los recuerdos, para encontrar a su padre.

Damianos caminó con paso firme, aunque no supo por cuánto tiempo porque allí todo era igual. A su espalda las puertas de entrada al Hades, por los rededores los cinco ríos que rodeaban el Inframundo. El principal, el Estigia, por el cual navegaba sin parar Caronte, era diferente en una única cosa al resto: las sombras. Todos tenían aguas tranquilas y estancadas, excepto el Estigia que en algunos sectores se volvía un poco turbulento a causa de los espíritus que no lograron ir a ninguna parte dentro del Hades y se quedaron vagando por el río eternamente. Aunque también dicen que Caronte tiró por la borda a varios mortales que quisieron engañarlo.

Damianos se detuvo frente al río de fuego, el Piriflegetonte. Sus pies lo habían llevado demasiado a la orilla y si no es por una piedra que casi lo bota, se hubiera hundido en aquellas agua para no salir jamás. Salió de la ensoñación que era mirar el reino de Hades, y giró a la derecha para seguir hacia su destino, el monte estaba ligeramente cargado a ese lado.

Caminó arrastrando sus pies, de pronto el peso de su cuerpo comenzó a hacerse insostenible, pero el deseo de salvar a Abuela era más fuerte que cualquier cosa y continuó caminando sin parar, mirando el monte, teniéndolo siempre al frente. Hasta que los dedos del pie sintieron la humedad típica de las cercanías de un río de aguas tibias.

Damianos se quedó observando, el río Leteo nacía en la punta del monte, uno tan alto que el chico pensó que se juntaba con la morada de los dioses, en el Olimpo. Según se contaba allí las sombras pagaban por sus pecados y una vez libres podían ir a los Eliseos. Pero el chico no creía en eso, eran pocos los que pensaban que así era, como Abuela, ella le había enseñado aquello a Damianos.

Avanzaba entre curvas, esquivando los otros cuatro ríos que rodeaban el Hades, aunque casi al llegar a las puertas pasaba a ser parte del Estigia, al igual que todos los ríos, no por nada era el principal en aquel mundo. La tierra era arenosa, a diferencia del camino que había dejado atrás: duro y lleno de rocas. El agua acarició las puntas de sus dedos en los pies.

Damianos miró hacia abajo, la sensación le había gustado. El agua estaba tibia y él tenía el cuerpo cansado. El Leteo, estancado como estaba, transmitía ligeras y suaves ondas. Y, a pesar de sus aguas turbias como todo en el Hades, era tranquilizador e hipnótico. El chico no notó cómo cada vez se iba acercando más y más, la tibieza y la suavidad le fueron quitando de a poco sus recuerdos.

En su mano aún apretaba uno de los tres oboles, y eso lo trajo a la realidad cuando se enterró más de lo necesario el metal. Tomó la cuenca de agua y la llenó, volvió a colgársela del quitón, fue cuando se dio cuenta que el agua le llegaba hasta más arriba de las rodillas, y no le importó,  su cuerpo le exigía quedarse y su mente estaba demasiado exhausta como para dar batalla. Damianos dio un paso al frente, luego otro y otro. La imagen de su madre, a la orilla contraria de la que él se encontraba, lo llamaba a sus brazos, pero todo se volvió borroso de pronto, y su cuerpo al fin descansó.

 

Cuando despertó, sobre la tierra dura, seca y rojiza, tenía la ropa mojada y en su mano derecha apretaba con fuerza un trozo de metal, no sabía lo que era ni para qué servía. Se sentó y miró en rededor, a pocos pasos al frente había un río, de aguas estancadas y turbias, nacía de un inmenso monte a su costado izquierdo. Tras él otro río, y todo lo que se podía ver al horizonte era seco, inhóspito y desesperanzado. Unas enormes puertas a lo lejos. Unos aullidos desgarradores.

Damianos se preguntó si siempre había vivido allí, no se veía nadie por los alrededores, quizás era el único sobreviviente de una catástrofe. Pero ¿qué era esa cosa en su mano? Tal vez, si caminaba hacia las puertas, hacia los aullidos, obtendría alguna respuesta. Y así lo hizo, sin poder recordar el motivo que lo llevó hasta allí y por qué tenía aquella vasija amarrada a su ropa.

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