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6 de marzo de 2021

[Recovecos] 9 de septiembre

 Las cosas empeoraron después de la llegada de los deoros, o por lo menos así lo pensó Publio Quintilo Varo cuando el caballo en el que iba montado puso la pezuña dentro de aquel espeso bosque. Levantó un poco el cuello y miró hacia delante, lo único que alcanzaba a ver entre el follaje era el rastro que dejaban los zapadores en el nuevo camino que iban construyendo. A su alrededor seguían los extraordinarii, y a la espalda aún lograba escuchar el lento caminar de la caballería. Todo había sido tedioso en aquel viaje, si no fuera por los germanos aliados, aún estarían a orillas del río Rin.

Pero los deoros alentaron aún más el avance. Eran seres pequeños, parecían niños de no más de doce años. Iban siempre tapados con una capucha que los cubría enteros y no mostraban jamás su rostro. Varo tenía la corazonada que algo ocultaban, pero no había logrado encontrar algún indicio que lo demostrara. Además confiaba plenamente en sus aliados germanos y ellos le dijeron que siguiera a los deoros sin importar lo que ocurriera alrededor, el bosque era un lugar para temer. Afortunadamente eran pocos, había contado quince, pero a veces veía a doce o dieciséis, era extraño aunque normal, según Arminio, quien le había asegurado que en ocasiones los pequeñines se adentraban en el bosque a explorar. Varo dejó de preocuparse cuando el germano le comentó aquello, a pesar que los deoros llegaran a su lado cuando aún seguían a orillas del río y a campo abierto.

El caballo relinchó y Varo frunció levemente el ceño, más que nada para que las legiones y los hombres que iban con él creyeran que prestaba atención a cada cosa que lo rodeaba, aunque todos supieran que de general tenía bien poco y que lo político era más su lado, no por nada su intención para con los germanos era dialogar en lugar de pelear. El equino se detuvo sin que su amo diera la orden, y el vaho que salió de sus fosas nasales le indicó a Varo que la lluvia —que caía intensamente desde que salieron aquella mañana— se pondría aún más fría, aunque sin posibilidades de nieve, apenas entraban al otoño. El gobernador de la provincia de Germania Magna, al ver que su caballo no obedecía, alzó su mano con la palma abierta hacia delante, indicando de esa manera que debían detenerse. Las trompetas de la caballería sonaron a los segundos después y un mensajero llegó tan pronto como pudo para situarse junto a Varo.

—Órde…

No pudo decir más, los gritos distrajeron a todos, los caballos se alzaron en dos patas y un temor recorrió a los hombres que se vieron rodeados por el frondoso bosque, la lluvia y el olor a muerte. Varo miró a todos lados: los deoros habían desaparecido, aun así no desconfió de ellos, si Arminio le dijo que las pequeñas criaturas los ayudarían, era cierto. Un silbido pasó junto a la oreja derecha de Varo, miró hacia ese lado y sus ojos se abrieron más de lo normal por el asombro: un dardo impactó en el ojo del mensajero, la sangre brotaba por un delgado hilo que pronto comenzó a teñir el rostro pálido del desdichado, quien cayó al suelo cuando el caballo volvió a pararse en dos patas y, por el estado estupefacto en el que se encontraba, no alcanzó a esquivar al equino que le pasó por encima cuando salió corriendo, alejándose del peligro.

Varo afirmó con fuerza las riendas de su animal, hasta que lo tranquilizó con unos cuantos gritos. Volteó para mirar alrededor y lo que vio no le gustó: las legiones caían como si fueran moscas golpeadas con algún trozo de tela. Los atacaban desde todos lados, con dardos y flechas, sin que pudieran distinguir a sus enemigos. Los que lideraban la caravana retrocedían pidiendo por sus vidas a gritos, no hubo dios que no fuera mencionado en aquel momento. La lluvia se hizo más intensa, el olor a tierra mojada y a hierba húmeda penetró en el ambiente y los silbidos cesaron de pronto.

—¡¡Reagrúpense!! —gritó Varo mientras trotaba junto a los pocos extraordinarii que quedaban de pie—. ¡¡Deoros!! ¡¡Deoros!! —Pero no hubo respuesta alguna de aquellos seres, se los había tragado la tierra—. ¡¡Un mensajero!! ¡¡Necesito un mensajero!!

Un caballo llegó trotando y el jinete se puso a las órdenes de Varo al instante, mientras los demás se prepararon para lo que podría ocurrir en cualquier momento. Ellos no estaban en condiciones de pelear en un terreno como aquel, llevaban demasiado peso, pero a campo abierto otro sería el rumbo: debían regresar y enfrentar a sus atacantes en el valle.

Aunque el romano a cargo tenía otras ideas, envió al mensajero al frente para avisarle a Arminio que habían sido atacados en la retaguardia, y para recopilar información sobre si la parte delantera de la caravana, compuesta en su mayoría por germanos, seguía la ruta con tranquilidad. Ordenó a las legiones mantenerse atentas y a la caballería formar un semi circulo por donde fueron atacados. A los esclavos les dijo que agruparan los cadáveres y les quitaran todo lo que podrían ocupar, como las armas.

Y, como suele ocurrir cuando se planean algunas cosas, todo se vino a abajo para Quintilo cuando el caballo del mensajero pasó por su lado a trote. El romano no pudo evitar tomar un pedazo de tela y cubrirse los labios para no vomitar. El animal arrastraba al jinete amarrado por un pie al estribo, la cabeza —por lo menos cuando pasó frente a Varo— iba colgando apenas por la columna vertebral. El grito de estupor de las prostitutas que acompañaban a la caravana, sólo anunció una nueva lluvia, pero de dardos. Y los romanos volvieron a caer uno tras otro.

De pronto, una esfera luminosa color azul y no más grande que un puño, se enterró en la tierra, en el centro de las legiones. Todos los hombres, sin excepción, se quedaron mirando aquello. El bombardeo de dardos cesó y los más valientes se acercaron.  Fue por eso que, cuando explotó, las extremidades de los soldados salieron disparadas en todas direcciones.

El caballo de Varo se paró en dos patas y relinchó justo en el momento en que otra de las esferas luminosas cayó, a esa le siguió otra y otra. Todas con el mismo resultado: cuerpos mutilados. El gobernador no podía salir del asombro, estaba viendo caer a sus tres legiones y él sin poder hacer nada porque no sabía de qué extraño truco se trataba. Miró alrededor y fue cuando notó a un deoro encaramado entre las ramas de un árbol, una esfera brillante crecía entre sus manos y Varo supo que iba dirigida a él, porque, por primera vez, pudo ver los ojos del mismo color de la esfera que tenían sus atacantes.

Con un movimiento rápido logró esquivar el ataque, pero éste impactó contra gran cantidad de sus extraordinarii, y no le importó, porque tenía más relevancia pensar en Arminio y por qué los deoros traicionaban al germano. Una mano que lo agarró por el pie lo trajo a la realidad. Se soltó de una patada y le pasó por encima con el caballo, debía preocuparse más de los vivos, como él, que de los moribundos e inservibles.  Así notó que el ataque había cesado, tanto de los dardos como de las esferas luminosas; la noche había caído y la lluvia amainaba. Volvió a ordenar que se reagruparan las tropas y que los civiles recogieran los cuerpos o lo que quedaba de ellos. Luego pernoctarían un poco más adelante, para evitar el olor putrefacto.

 

* * * * *

 

A la mañana siguiente, los primeros en arrancar fueron los de la caballería. Varo se molestó por ello pero no los culpó, cualquiera tendría miedo después del ataque vivido, en donde sus tropas se habían reducido a menos de la mitad, y nada que decir de los civiles y esclavos, que quedaron tan pocos que ni siquiera les servían para armar una carpa.

El general ordenó continuar avanzando, cruzaría el bosque costase lo que costase, y encontraría a Arminio, tenía un mal presentimiento por él y no quería encontrarlo sin vida. Pero lo único que vio más adelante fue a la caballería, casi completa; los caballos estaban tirados en el piso, con charcos de sangre a su alrededor y una espuma blanca saliendo de su hocico. Los jinetes, o las partes que quedaban de ellos, colgaban de las ramas de los árboles, que parecían mal posicionados, y decoraban el paisaje. Quintilo Varo volvió a taparse la boca con un poco de su ropa.

Un silbido y un dolor punzante en su hombro le anunciaron a Varo que el ataque regresaba, junto con las gotas de lluvia que no se habían dejado ver en toda la noche. El dardo le dio en una de las pocas partes de su cuerpo al descubierto, por eso cayó del caballo y allí se quedó, recapitulando, sospechando y meditando, fue cuando se dio cuenta de que él no quería ser un esclavo de sus atacantes, tomó una daga, como pudo, del traje que llevaba y se cortó la garganta. Aunque, antes de cerrar los ojos para siempre, Arminio se apareció frente a él y le sonrió al mostrarle el aparato hueco por el que soplaban para lanzar los dardos. Publio Quintilo Varo sonrió, aunque no se notó, y se fue odiando al que una vez fue como un hijo para él.

Los deoros rodearon lo que quedaba de las legiones XVII. XVIII y XIX y comenzaron a atacarlos sin tener piedad alguna, muchos romanos vieron por primera y última vez los ojos brillantes de los pequeños; otros no pudieron siguiera eso: murieron por un bombardeo de esferas luminosas de manos de unos seres que sólo podían ser considerados brujos o hechiceros, a pesar de que fueran considerados una superstición.

Unos pocos romanos corrieron  a todo lo que sus piernas daban para alcanzar el otro lado del bosque o regresar por sus pasos, pero los deoros localizaron a todos los desertores, que no tenían más opción que morir. Arminio le puso la mano, a un pequeño deoro, en el hombro.

—Déjalos —dijo y el pequeño lo miró, apagando la luz azulina y mostrando uno de un color más verde—. Alguien debe informar en Roma de que nosotros, nuestro pueblo, no se conquista ni se divide, se mantiene junto hasta el fin.

El deoro asintió con la cabeza y desapareció, llevándose consigo a todos los demás. Arminio recogió las Águilas de las legiones y las guardó, sabía que era un gran tesoro para el pueblo romano y que no tardarían en ir por ellas. Pero él estaba listo, miró al cielo y sus ojos brillaron azulinos, aunque quizás fue por el reflejo del sol, que comenzaba a salir en ese preciso momento.

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