Las cosas empeoraron después de la llegada de los deoros, o por lo menos así lo pensó Publio Quintilo Varo cuando el caballo en el que iba montado puso la pezuña dentro de aquel espeso bosque. Levantó un poco el cuello y miró hacia delante, lo único que alcanzaba a ver entre el follaje era el rastro que dejaban los zapadores en el nuevo camino que iban construyendo. A su alrededor seguían los extraordinarii, y a la espalda aún lograba escuchar el lento caminar de la caballería. Todo había sido tedioso en aquel viaje, si no fuera por los germanos aliados, aún estarían a orillas del río Rin.
Pero los deoros
alentaron aún más el avance. Eran seres pequeños, parecían niños de no más de
doce años. Iban siempre tapados con una capucha que los cubría enteros y no
mostraban jamás su rostro. Varo tenía la corazonada que algo ocultaban, pero no
había logrado encontrar algún indicio que lo demostrara. Además confiaba plenamente
en sus aliados germanos y ellos le dijeron que siguiera a los deoros sin
importar lo que ocurriera alrededor, el bosque era un lugar para temer.
Afortunadamente eran pocos, había contado quince, pero a veces veía a doce o
dieciséis, era extraño aunque normal, según Arminio, quien le había asegurado
que en ocasiones los pequeñines se adentraban en el bosque a explorar. Varo
dejó de preocuparse cuando el germano le comentó aquello, a pesar que los
deoros llegaran a su lado cuando aún seguían a orillas del río y a campo
abierto.
El caballo
relinchó y Varo frunció levemente el ceño, más que nada para que las legiones y
los hombres que iban con él creyeran que prestaba atención a cada cosa que lo
rodeaba, aunque todos supieran que de general tenía bien poco y que lo político
era más su lado, no por nada su intención para con los germanos era dialogar en
lugar de pelear. El equino se detuvo sin que su amo diera la orden, y el vaho
que salió de sus fosas nasales le indicó a Varo que la lluvia —que caía intensamente
desde que salieron aquella mañana— se pondría aún más fría, aunque sin
posibilidades de nieve, apenas entraban al otoño. El gobernador de la provincia
de Germania Magna, al ver que su caballo no obedecía, alzó su mano con la palma
abierta hacia delante, indicando de esa manera que debían detenerse. Las
trompetas de la caballería sonaron a los segundos después y un mensajero llegó
tan pronto como pudo para situarse junto a Varo.
—Órde…
No pudo decir más,
los gritos distrajeron a todos, los caballos se alzaron en dos patas y un temor
recorrió a los hombres que se vieron rodeados por el frondoso bosque, la lluvia
y el olor a muerte. Varo miró a todos lados: los deoros habían desaparecido,
aun así no desconfió de ellos, si Arminio le dijo que las pequeñas criaturas
los ayudarían, era cierto. Un silbido pasó junto a la oreja derecha de Varo,
miró hacia ese lado y sus ojos se abrieron más de lo normal por el asombro: un
dardo impactó en el ojo del mensajero, la sangre brotaba por un delgado hilo
que pronto comenzó a teñir el rostro pálido del desdichado, quien cayó al suelo
cuando el caballo volvió a pararse en dos patas y, por el estado estupefacto en
el que se encontraba, no alcanzó a esquivar al equino que le pasó por encima
cuando salió corriendo, alejándose del peligro.
Varo afirmó con
fuerza las riendas de su animal, hasta que lo tranquilizó con unos cuantos
gritos. Volteó para mirar alrededor y lo que vio no le gustó: las legiones
caían como si fueran moscas golpeadas con algún trozo de tela. Los atacaban
desde todos lados, con dardos y flechas, sin que pudieran distinguir a sus
enemigos. Los que lideraban la caravana retrocedían pidiendo por sus vidas a
gritos, no hubo dios que no fuera mencionado en aquel momento. La lluvia se
hizo más intensa, el olor a tierra mojada y a hierba húmeda penetró en el
ambiente y los silbidos cesaron de pronto.
—¡¡Reagrúpense!!
—gritó Varo mientras trotaba junto a los pocos extraordinarii que quedaban de pie—. ¡¡Deoros!! ¡¡Deoros!! —Pero no
hubo respuesta alguna de aquellos seres, se los había tragado la tierra—. ¡¡Un
mensajero!! ¡¡Necesito un mensajero!!
Un caballo llegó
trotando y el jinete se puso a las órdenes de Varo al instante, mientras los
demás se prepararon para lo que podría ocurrir en cualquier momento. Ellos no
estaban en condiciones de pelear en un terreno como aquel, llevaban demasiado
peso, pero a campo abierto otro sería el rumbo: debían regresar y enfrentar a
sus atacantes en el valle.
Aunque el romano a
cargo tenía otras ideas, envió al mensajero al frente para avisarle a Arminio
que habían sido atacados en la retaguardia, y para recopilar información sobre
si la parte delantera de la caravana, compuesta en su mayoría por germanos,
seguía la ruta con tranquilidad. Ordenó a las legiones mantenerse atentas y a
la caballería formar un semi circulo por donde fueron atacados. A los esclavos
les dijo que agruparan los cadáveres y les quitaran todo lo que podrían ocupar,
como las armas.
Y, como suele
ocurrir cuando se planean algunas cosas, todo se vino a abajo para Quintilo
cuando el caballo del mensajero pasó por su lado a trote. El romano no pudo
evitar tomar un pedazo de tela y cubrirse los labios para no vomitar. El animal
arrastraba al jinete amarrado por un pie al estribo, la cabeza —por lo menos
cuando pasó frente a Varo— iba colgando apenas por la columna vertebral. El
grito de estupor de las prostitutas que acompañaban a la caravana, sólo anunció
una nueva lluvia, pero de dardos. Y los romanos volvieron a caer uno tras otro.
De pronto, una
esfera luminosa color azul y no más grande que un puño, se enterró en la tierra,
en el centro de las legiones. Todos los hombres, sin excepción, se quedaron
mirando aquello. El bombardeo de dardos cesó y los más valientes se
acercaron. Fue por eso que, cuando
explotó, las extremidades de los soldados salieron disparadas en todas
direcciones.
El caballo de Varo
se paró en dos patas y relinchó justo en el momento en que otra de las esferas
luminosas cayó, a esa le siguió otra y otra. Todas con el mismo resultado:
cuerpos mutilados. El gobernador no podía salir del asombro, estaba viendo caer
a sus tres legiones y él sin poder hacer nada porque no sabía de qué extraño
truco se trataba. Miró alrededor y fue cuando notó a un deoro encaramado entre
las ramas de un árbol, una esfera brillante crecía entre sus manos y Varo supo
que iba dirigida a él, porque, por primera vez, pudo ver los ojos del mismo
color de la esfera que tenían sus atacantes.
Con un movimiento
rápido logró esquivar el ataque, pero éste impactó contra gran cantidad de sus extraordinarii, y no le importó, porque
tenía más relevancia pensar en Arminio y por qué los deoros traicionaban al
germano. Una mano que lo agarró por el pie lo trajo a la realidad. Se soltó de
una patada y le pasó por encima con el caballo, debía preocuparse más de los
vivos, como él, que de los moribundos e inservibles. Así notó que el ataque había cesado, tanto de
los dardos como de las esferas luminosas; la noche había caído y la lluvia
amainaba. Volvió a ordenar que se reagruparan las tropas y que los civiles
recogieran los cuerpos o lo que quedaba de ellos. Luego pernoctarían un poco
más adelante, para evitar el olor putrefacto.
* * *
* *
A la mañana
siguiente, los primeros en arrancar fueron los de la caballería. Varo se
molestó por ello pero no los culpó, cualquiera tendría miedo después del ataque
vivido, en donde sus tropas se habían reducido a menos de la mitad, y nada que
decir de los civiles y esclavos, que quedaron tan pocos que ni siquiera les
servían para armar una carpa.
El general ordenó
continuar avanzando, cruzaría el bosque costase lo que costase, y encontraría a
Arminio, tenía un mal presentimiento por él y no quería encontrarlo sin vida.
Pero lo único que vio más adelante fue a la caballería, casi completa; los
caballos estaban tirados en el piso, con charcos de sangre a su alrededor y una
espuma blanca saliendo de su hocico. Los jinetes, o las partes que quedaban de
ellos, colgaban de las ramas de los árboles, que parecían mal posicionados, y
decoraban el paisaje. Quintilo Varo volvió a taparse la boca con un poco de su
ropa.
Un silbido y un
dolor punzante en su hombro le anunciaron a Varo que el ataque regresaba, junto
con las gotas de lluvia que no se habían dejado ver en toda la noche. El dardo
le dio en una de las pocas partes de su cuerpo al descubierto, por eso cayó del
caballo y allí se quedó, recapitulando, sospechando y meditando, fue cuando se
dio cuenta de que él no quería ser un esclavo de sus atacantes, tomó una daga,
como pudo, del traje que llevaba y se cortó la garganta. Aunque, antes de
cerrar los ojos para siempre, Arminio se apareció frente a él y le sonrió al
mostrarle el aparato hueco por el que soplaban para lanzar los dardos. Publio
Quintilo Varo sonrió, aunque no se notó, y se fue odiando al que una vez fue
como un hijo para él.
Los deoros
rodearon lo que quedaba de las legiones XVII. XVIII y XIX y comenzaron a atacarlos
sin tener piedad alguna, muchos romanos vieron por primera y última vez los
ojos brillantes de los pequeños; otros no pudieron siguiera eso: murieron por
un bombardeo de esferas luminosas de manos de unos seres que sólo podían ser
considerados brujos o hechiceros, a pesar de que fueran considerados una
superstición.
Unos pocos romanos
corrieron a todo lo que sus piernas
daban para alcanzar el otro lado del bosque o regresar por sus pasos, pero los
deoros localizaron a todos los desertores, que no tenían más opción que morir.
Arminio le puso la mano, a un pequeño deoro, en el hombro.
—Déjalos —dijo y
el pequeño lo miró, apagando la luz azulina y mostrando uno de un color más
verde—. Alguien debe informar en Roma de que nosotros, nuestro pueblo, no se
conquista ni se divide, se mantiene junto hasta el fin.
El deoro asintió
con la cabeza y desapareció, llevándose consigo a todos los demás. Arminio
recogió las Águilas de las legiones y las guardó, sabía que era un gran tesoro
para el pueblo romano y que no tardarían en ir por ellas. Pero él estaba listo,
miró al cielo y sus ojos brillaron azulinos, aunque quizás fue por el reflejo
del sol, que comenzaba a salir en ese preciso momento.
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