Esa mañana desperté a la hora de siempre, sin saber que volvería a mi casa, a mi tierra natal, de donde fui sacado y obligado a quedarme junto a tres niños humanos a quienes debía cuidar hasta el fin de mis días. No recordaba cómo había vuelto, pero allí estaba, sentado sobre la paja que formaba mi cama —he de decir que prefiero la que tengo en casa del humano—, refregándome un ojo y tratando de entender lo inentendible. Me levanté y miré mi habitación mientras caminaba a la puerta. Estaba todo limpio, se notaba el trabajo de mi madre.
Cuando salí al pasillo, el olor del
rico desayuno preparado por mi padre me llegó de golpe. Dejé que mi nariz
husmeara el aire y, como llevado por algo hipnótico, mis pies se alzaron del
suelo y sólo mis alas se movían a la dirección que mi nariz le indicaba. No
había nada más importante.
Pero, al pasar por la sala, noté
algo extraño: mis padres hablaban en susurros y eso nunca lo hacían, no había
secretos entre nosotros, o por lo menos eso siempre nos dijeron a mis hermanas
y a mí. Yo, como el mayor y el único de sexo masculino, debía estar enterado de
lo que hablaban. Me escondí bajo un mueble, junto a la pared, y levanté la
oreja puntiaguda. El humano siempre decía que al tenerla así debía captar más cosas.
Sí, como no. Al igual que me molestaba con las alas, que eran muy de niñas para
alguien como yo, todo un hombre. Si es que caigo en esa categoría al ser un
hada.
Pero a lo importante: lo que
sucedía con mis padres. No es que fuera curioso, la verdad es que a mí poco y
nada me interesaban los asuntos de los demás. A pesar de que el mocoso —así le
digo de afecto al niño humano— siempre diga que soy un fisgón, que para eso es
lo que más sirve mi aguda vista.
La puerta de la entrada se abrió y
luego se cerró. Alguien había salido... Después se escucharon pasos. Salí de mi
escondite tratando de no hacer ruido ni botar nada, afortunadamente lo logré, y
batí mis alas como antes, que el olor me llevara al exquisito desayuno, que no
había olvidado. Mi madre venía hacia el pasillo, no me preocupé, tenía la
coartada perfecta. Aunque lo más probable es que me regañara por ir volando
dentro de la casa.
Pero ella pasó por mi lado y me
ignoró por completo.
La llamé, pero era como si no me
escuchara ni me viera, como si yo no existiera. Y eso no podía ser, yo era su
favorito. Soy su favorito. Y me ignoraba...
Decidí salir a mirar a mi padre, él
nunca me olvidaría a pesar que llevara años fuera de casa. Bueno, sólo llevaba
un par de meses pero yo lo sentía como si fueran años.
Giré la manilla de la puerta y
abrí...
El frío viento me dio de golpe en
la cara cuando comencé a observar en rededor. Todo seguía tal cual lo
recordaba: los árboles que formaban nuestro bosque tan viejo como la isla
misma. Los hongos que eran nuestras casas. Los animales que cuidábamos, los
insectos, las flores y las plantas...
Pero no estaban nuestros soles. Era
lo diferente, abundaba la oscuridad en una tierra donde siempre hubo luz. En
donde mis hermanas, pequeñas hadas de luz, jugaban a darles brillo y color a
las plantas. En donde nuestra reina danzaba en las noches festivas. En donde
recordábamos a los que habían partido a su viaje sin retorno. En donde todo
brillaba.
Ahora sólo reinaba la oscuridad,
pero no de esa negra que no te deja ver nada, sino que de la rojiza que va
consumiendo de poco en poquito hasta el último rayo de luz. La que es más
dolorosa porque te deja ver la crueldad que va dejando a su paso.
Una ráfaga de viento me golpeó de
lleno. Apenas tuve tiempo para cubrirme con mis brazos, aun así retrocedí unos
pasos. Pensé que estaría a salvo si lograba llegar a mi casa, sólo me había
asomado, prácticamente, al exterior. Pero no ocurrió, mi casa ya no estaba y lo
único que me detuvo fueron mis propios pies enterrados en la tierra, que ahora
ya era barro.
Miré al cielo y allí, flotando y
batiendo sus alas con rapidez, estaba mi padre. Él junto a otras hadas con
varios poderes, intentaban detener la oscuridad. Las de viento con sus
remolinos que terminaban dañando más el bosque pero que era lo único que podían
hacer. Las de luz que intentaban hacer retroceder al mal que se acercaba, pero
se notaba que sus débiles rayos no penetrarían tal oscuridad. Las de agua, que
al parecer estaban agotadas porque ya no eran capaces de generar ni el más
suave rocío.
Un sonido estruendoso me obligó a
taparme los oídos. La tierra bajo mis pies se estremeció, por instinto batí mis
alas y miré al suelo, justo en el momento en que se empezaba a partir en dos,
una gruesa grieta se extendió más allá de lo que mis ojos alcanzaban a ver,
tanto para mi derecha como para la izquierda. Y una a una las hadas, que
seguían flotando y luchando contra la oscuridad, comenzaron a caer
inconscientes.
No vi a mi padre por ningún lado.
Mi corazón se apretó. Moví mis labios
llamándolo pero de ellos no salió sonido alguno. Volví a intentarlo y ocurrió
lo mismo. Comencé a volar de un lado a otro, así pude darme cuenta que algunas
hadas cayeron a la grieta, lo vi porque tuve que esquivarlas cuando caían.
Luego me di cuenta que no era necesario, que ellas me atravesaban.
Mi padre no aparecía.
Las lágrimas se atiborraron en mis
ojos cuando la desesperación comenzó a ahondarse en mi corazón. ¿Dónde estaba?
No podría haber caído muy lejos, estaba justo sobre mí cuando comenzó todo,
pero no lo veía. Seguí volando de un lado a otro, pasando por sobre la grieta y
los hongos partidos por la mitad.
Crucé la isla de punta a punta y me
quedé hechizado mirando el mar. Quieto, tranquilo y con vaho… El mar se estaba
evaporando. Nunca había visto algo así, se me abrió la boca del asombro, mis
alas dejaron de moverse y caí con lentitud hasta que apoyé las puntas de mis
pies en la arena. Me arrepentí inmediatamente, estaba caliente y me quemé.
Volví a flotar.
Seguí con mi vista clavada en el
mar cuando todo se iluminó de pronto, un resplandor tan potente que me obligó a
acurrucarme contra mí mismo y cubrirme lo que más pude con mis brazos. La onda
del fuerte sonido me hizo volar hacia atrás por varios metros, dando volteretas
en el aire y sin poder detenerme, hasta que choqué contra un árbol y caí. Lo
último que recuerdo es el peso de mis párpados.
*
* * * *
Me senté sobre la cama rápidamente,
el sudor me corría por el cuello y mi respiración estaba agitada. Apreté la
sábana en mi puño cerrado y fruncí mis labios por la frustración. No había
podido hacer nada y mi padre estaba desaparecido.
Quise gritar, pero en lugar de eso
miré a mi derecha y el niño humano dormía plácidamente. La luna se reflejaba en
la ventana, hermosa y brillante, debía de ser medianoche. Me quedé tranquilo
mirándola, sin hacer o decir nada, simplemente observándola caer, para perderse
en el mar. Fue cuando me di cuenta de lo que debía hacer.
Me levanté de un salto para
despertar al niño —aunque decir de un salto es una exageración, el mocoso
duerme en su cama y yo tengo un espacio en la almohada—. Le di golpecitos en la
cara, lo llamé por su nombre, pero no tuve respuesta. Le jalé el cabello, con
eso logré que reclamara diciendo que lo dejara dormir más rato, que era sábado,
pero mi propósito no podía esperar. Seguí insistiendo hasta que al fin se
sentó, flexionando las rodillas, y me miró de manera adormilada, alegando que
no eran horas para hablar.
—¡Edgar!
El grito lo terminó de sacar de su
letargo y obtuve toda su atención, no estaba acostumbrado a que tomara mi poder
de mando. Le expliqué toda la situación sentado sobre sus rodillas, sin omitir
ningún detalle. Escuché sus alegatos de que era un simple sueño y que ya estaba
exagerando como siempre, pero me mantuve en mi postura.
—Edgar, debo volver lo antes
posible —dije, sin cambiar mi tono de mando—. Debo ayudar a mi padre.
—Cuenta conmigo, Yilaen.
Pero yo sabía que esta misión era
sólo para mí, para reparar el daño que hice tiempo atrás y por el cual me
castigaron con cuidar a los niños. Era mi oportunidad, y debía salir a buscar a
mi padre cuando antes y no había tiempo que perder.
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