La lluvia caía a grandes gotas empapando todo a su paso.
Llevaba varios minutos de pie cerca del lugar donde la habían dejado a ella, no
sabía cuántos y no se atrevía a acercarse, por eso prefirió quedarse oculto
tras una estatua con forma de querubín, allí aguardó a que su corazón estuviera
listo para todo lo que tenía que decir, todo lo que necesitaba descargar.
Levantó la cara al cielo y cerró sus ojos apretándolos con
fuerza, al igual que sus puños. Las ganas de gritar lo recorrieron de la cabeza
a los pies, su rostro reflejó aquellas ganas marcando en sus facciones unas
arrugas de ira y angustia y, a pesar de todo lo que sentía, no gritó y se
mantuvo igual, relajando sus músculos faciales. El agua, que caía de las grises
nubes, comenzó a mezclarse con las que salían de sus ojos, unos del mismo color
que en ese momento tenía el cielo a causa de los nubarrones.
Fijó su vista al frente, el odio y la ira se reflejaron
en su iris, tan negras como la noche, y con su ceño fruncido remeció su cabeza,
varias gotas saltaron de su cabello liso castaño claro que colgaba suelto hasta
los hombros. Golpeó con fuerza el querubín, destrozando sus alas, y caminó
decidido a enfrentar lo que su corazón guardaba, algo que sabía debía hacer
para continuar con su vida… Si es que se le podía llamar así.
Se detuvo unos pasos lejos de donde las piedras habían
caído, una pequeña montaña de tierra se convertía en barro frente a sus ojos y,
al final, una lápida con el nombre de mujer grabado en oro. Apretó sus puños y
soltó un grito con todas sus fuerzas, dejando escapar toda la ira que llevaba
en su interior, cayó de rodillas al suelo, quedando frente a ella y empapándose
la ropa, cosa que poco y nada le importó. Introdujo sus manos en la tierra y se
acostó sobre la montaña de barro, llorando por todo lo pasado, en ese momento
sentía que era lo único que podía hacer.
Recordó cuando la conoció, apenas eran unos niños, ella
llegó a vivir a la casa junto a la de él y desde entonces se hicieron
inseparables. Crecieron con juegos que sus padres y criados les permitían, con
las costumbres de la época en que vivían, mediados del siglo XVIII, prometieron
ser amigos por siempre, a pesar que tenían muy claro que pronto sus destinos
los separarían y una nueva vida les llegaría. Al fin y al cabo las cosas para
los hombres y las mujeres eran distintas, y mucho.
Ella siempre mostró gran interés por todo lo
relacionado con la moda, los vestidos eran su pasión, le encantaba posar cada
uno de los lujosos trajes que su madre le mandaba a confeccionar a las grandes
ciudades. Él, por otro lado, se interesaba en la religión, le gustaba ayudar en
la iglesia, adoraba al Creador tanto como a su padre, su Biblia era su tesoro
más preciado, por eso a nadie le pareció raro la decisión que tomó una vez ya
crecido, a todos menos a ella, que esperaba otra cosa.
Cuando él cumplió los diecisiete le realizaron una gran
fiesta. Ella estaba fascinada bailando con cualquiera de los chicos que la
invitaban, su radiante sonrisa dejaba a los semejantes de su edad
boquiabiertos. Pero para ella sólo existía uno, su mejor amigo.
—¿Me permites? —preguntó tocando el hombro del chico
con quien ella bailaba, deteniéndoles el paso.
—Claro —respondió, pero la chica ya lo había soltado.
—Pensé que nunca lo harías —le sonrió a su mejor amigo
mientras dejaba las manos sobre los hombros de éste.
—Te veía muy entretenida. —Posó sus manos en la cintura
de ella y comenzó a mecerse con la suave música—. No quería interrumpir.
—Yo quería que lo hicieras —lo regañó y le frunció el
ceño, pero era un enojo de juego, nada importante. Él ya estaba acostumbrado a
las rabietas infantiles de su amiga.
—Necesito contarte algo —dijo mientras le daba un giro
y volvía a tomarla de la cintura.
—Yo también —le sonrió con las mejillas sonrojadas, en
su mundo de color todo empezaba a tomar forma.
—Vamos al balcón. —Tomó su mano y se dirigieron a un
gran ventanal cubierto por enormes cortinas doradas y pasaron por entre ellas.
La vista frente a sus ojos era maravillosa, los
jardines verdes tomaban un color especial debido a la cercanía del ocaso, un
pequeño riachuelo azotaba con suavidad algunas rocas, los pájaros en los
árboles se acomodaban para descansar, algunos grillos salieron a cantarle al
sol en señal de despedida y, a la vez, a la luna para darle su bienvenida.
El chico se apoyó de espaldas contra la baranda de
cemento, ella miraba el cielo apoyada con los codos, y abrazándose a sí misma,
en el borde del balcón. Él la miró de reojo y sonrió al verla tan ensimismada
en el paisaje, como si nunca antes lo hubiera visto. Le dejó un mechón de
cabello tras la oreja y volvió a mirar al frente.
—¿Quién primero? —preguntó él rompiendo el silencio.
—Tú —respondió con rapidez y mirándolo a los ojos,
sentía sus mejillas arder por lo que había pasado hace poco, pero no lo tomó en
cuenta y lo miró de todas maneras.
—He estado pensándolo por mucho tiempo. —Tomó las manos de la chica, ésta se ruborizó
aún más, y cuando pensó que él lo notaba, se sintió arder como si se estuviera
quemando—, y ya sé lo que haré de mi vida.
—Eso es algo en lo que yo no puedo pensar —contraatacó
de mala manera y frunció el ceño en respuesta al chico—. Yo sólo obedezco,
primero a mi padre y luego a mi esposo.
—Por eso tienes que elegir bien —le sonrió con dulzura
intentando animarla.
—Tampoco me dejan hacer eso. —Le soltó las manos y lo
golpeó en el pecho, no tenía ganas que él se burlara de ella, no en ese
momento.
—Suerte que soy hombre —dijo con burla, ella le
respondió con más golpes—. Era una broma, sabes que no estoy de acuerdo con
eso. —La abrazó con fuerza, así lograba calmarla.
—¿Qué es lo que me tienes que contar? —preguntó
avergonzada, ya se había tranquilizado con algo tan simple como un abrazo.
—He decidido. —Separó a la chica de sus brazos y la
miró fijo a los ojos castaños—, dar mi vida al servicio de Dios.
—Yo… —titubeó aguantando las lágrimas que amenazaban
con salir, ella se había imaginado toda una historia distinta en su cabeza—, no
sé qué decirte.
—Dime que me apoyas —suplicó tomándola de los hombros y
mirándola fijamente, necesitaba oír aquello de los labios de su amiga, lo
necesitaba de verás, ella le daba la fuerza que necesitaba cuando sentía que no
tenía nada más.
—Sabes que sí. —Y lo abrazó, con tanta fuerza que no
supo de donde salió—. Siempre lo he hecho y lo seguiré haciendo, hagas lo que
hagas y seas lo que seas.
—Gracias —susurró respondiéndole el abrazo y suspirando
aliviado—. Ahora es tu turno, ¿cuál es tu confesión?
—Nada importante. —Salió de sus brazos y le dio la
espalda, ahora no tenía motivos para confesarle sus sentimientos, ya le había
dicho que lo apoyaba.
—¿Ya tienes pretendiente? —consultó con voz baja cerca
del oído al abrazarla por la espalda.
La chica no aguantó las lágrimas, se soltó como pudo y
corrió, sin mirar atrás. No quería que él la viera llorar, no quería tener que
confesarle lo que sentía. Porque sabía que si se quedaba allí y las lágrimas la
delataban, terminaría diciendo todo, absolutamente todo lo que ocultaba su
corazón, y no podía, no después de la confesión que le realizó su amigo y ella,
más que quererlo con todo su corazón, quería que fuera feliz, porque se lo
merecía, de verdad que se lo merecía, y si su lugar en la vida estaba al lado
de Dios, ella lo aceptaría y lo apoyaría, aunque eso significara que debía
renunciar a su amor.
* * * * *
—¿Por qué? —preguntó llorando mientras el lodo
comenzaba a cubrir su rostro. Arrastró sus dedos por la mojada tierra y levantó
y cara para mirar la inscripción. De nuevo la rabia y la ira llenaron su ser y
gritó, tratando de dejar salir todo lo que sentía—. ¿Ahora quién me escuchará
cuando necesite apoyo? Siempre estuviste conmigo, sólo te tenía a ti, mientras
mi familia me rechazaba, estabas tú… Pero ahora nada…
Y era así, desde pequeño, desde que recordaba. Su padre
siempre prefirió a su hermano mayor, él era el heredero, quien se quedaría con
el título y la fortuna, a quien debían enseñar desde pequeño. Mientras que por
ser el menor se quedó de lado, siempre tratando de llamar la atención del
padre, pero nunca daba resultado, hasta que al final decidió por buscar ese
cariño en otro lado y lo encontró en la iglesia, allí se sentía bien, se sentía
querido y respetado, y por eso, con el paso de los años, quiso formar parte de
ella. Aunque, desde que su amiga se fue a vivir junto a él, siempre la tuvo de
su lado, por eso era tan importante que lo apoyara en las decisiones que
tomaba, a pesar que no estuviera a su favor.
Su madre era otro asunto, ella sólo se dedicaba a pasar
tiempo con sus amigas de la alta sociedad, tomar el té, bordar, jugar a las
cartas y hablar de rumores. Nunca le importaron mucho sus hijos, para eso
estaban las niñeras, pero a medida que fueron creciendo y vio en lo que se iban
transformando, agradeció al Todopoderoso por haberlos criado de manera
correcta. Un gran heredero y el mejor de todos los que se dedicaban a servir a
Dios, esos eran sus hijos, su orgullo. Lástima que se dio cuenta tarde de ello.
Pero a pesar de todo, y a lo largo de toda su existencia
y de lo que tendría que vivir en un futuro, el chico que se empapaba de agua y
barro, nunca le tuvo rencor a sus padres, y mucho menos después que entró a
cumplir con su destino al servicio de los Cielos.
Dos meses pasaron y él entró para alistarse al servicio
de Dios, un cautiverio de un año lo separaría de todo tipo de contacto con el
mundo exterior. Todo sería distinto desde aquel día, pero así lo eligió, él
anhelaba esa vida. Extrañaría a la gente de afuera, pero cuando pudiera salir,
lo primero que haría sería ir a su pueblo a visitar a su gente, y eso le daba
ánimo para aguantar lo duro que era estar allí dentro.
Ella le escribía a diario, aunque ninguna de sus cartas
llegara a destino, todas eran retenidas en la entrada del monasterio, el joven
aspirante a sacerdote no podía recibir noticias del exterior. Ni él ni ninguno
de sus compañeros, la idea era que olvidaran lo que pasaba afuera y sólo se
concentraran en su nuevo amor: Dios. No tenían por qué concentrarse en cosas
raras y mucho menos viniendo de mujeres. De vez en cuando los dejaban enterarse
de los pormenores de las familias, siempre y cuando la carta viniera del nombre
del padre o del encargado de la familia.
El tiempo pasaba lento para ambos, la chica anhelaba
que él regresara y se arrepintiera de dedicar su vida a la iglesia, aunque esos
pensamientos la destinaran a la hoguera. Y él deseaba tener noticias de ella y
de su familia más seguido, estaba acostumbrado a tenerlos siempre, era raro no
saber nada en meses.
Cuando pasó su año de encierro, lo mandaron a una
ciudad alejada de su lugar de origen, donde comenzaría a recibir las enseñanzas
para convertirse en sacerdote. Lo primero que hizo, incluso antes de instalarse en su nueva
celda, fue pedir pluma, tinta y papel para mandarle una carta a ella,
contándole lo bien que estaba y que ya le quedaba poco para poder oficiar una
eucaristía. Aunque sería lejos de su casa, a pesar que le hubiera gustado que
la primera fuera donde nació.
Al pasar unos meses de su llegada, comenzó a darse
cuenta que las cosas no eran como las pensaba, las enseñanzas recibidas en su
pequeño pueblo no se comparaban con las recibidas allí. Él no amaba a Dios como
lo hacían sus profesores, no estaba dispuesto a torturar a las personas por
pensar diferente. Eso no era amor, no el enseñado, eso era salvajismo.
Pero, fue cuando vio al obispo metiendo a la hoguera a
un anciano por no tener dinero para pagar el diezmo a la iglesia, que decidió
alejarse de todo aquello. Había sido un trauma, no podía ser cierto y no lo
hubiera creído si no fueran sus ojos, sus propios ojos, los que veían semejante
aberración. Fue entonces, que con el corazón recogido porque todo lo que él
creía se iba por la borda, con lágrimas en los ojos y sólo pensando en todo lo
que dejó por algo que ni siquiera valía la pena, ideó un plan. Esa misma noche le tocaba
guardia, y eso facilitaría todo, así que esperó a cuando estuviera despejado.
Una vez que encontró todo listo, saltó por la pared y corrió lo más rápido que
pudo, dejando atrás la vida que siempre había soñado y que se había desmoronado
mientras el fuego se convertía en ceniza y los gritos se mezclaban con los
lamentos de aquella llama que exigía algo más que comer.
No tenía rumbo fijo, ni siquiera sabía bien donde
estaba. Desde que llegó a esa nueva ciudad que apenas lo habían sacado por las
calles principales y de día. De noche todo era completamente diferente. Se
desorientó pero no se rindió, él no era de esos. En su mente los pensamientos
de todo lo que siempre creyó como lo mejor para todos, se derrumbaba y le
nublaba la mente, dificultando aún más su sentido de orientación. Hasta que
ella se le cruzó por la mente, en ella encontraría refugio y el camino de
vuelta a tener fe. Y sonrió, había encontrado una salida.
Un grito de mujer lo distrajo y corrió hacia donde
provenía. No se dio cuenta cuando se vio envuelto en una pelea, los filos de
los cuchillos brillaban por la luna. Golpeó a unos, pero su recuerdo llegaba
hasta el momento en que cayó al suelo y una chica de negros ojos le dio las
gracias.
Despertó en un callejón con el brazo derecho ardiendo y
una molestia en las encías. Un mendigo estaba acostado cerca. De un salto se
abalanzó sobre él, sus ojos se volvieron negros y unos colmillos aparecieron en
su boca. Le mordió el cuello y lentamente comenzó a succionar hasta la última
gota de la sangre del anciano, que no alcanzó siquiera a gritar para pedir
ayuda.
El cuerpo sin vida cayó al suelo a la vez que él volvía
los ojos a la normalidad y guardaba sus colmillos, limpió su cara, las manchas
de sangre no se le verían bien. Se dejó caer de rodillas al suelo, con la vista
perdida. No entendía lo que había pasado, sólo recordaba que había huido del
lugar que no quería recordar, que quiso ayudar a una chica y luego… luego un
golpe, una negra mirada y una sonrisa. Miró sus manos y cerró con fuerza sus
ojos, ahogando un grito que pedía salir. Se había transformado en un monstruo,
¿cómo podría verla a ella a los ojos nuevamente, luego de haber matado a un
inocente?
La lluvia no parecía querer disminuir, las grandes
gotas continuaban cayendo cubriendo todo y el cuerpo de él continuaba
cubriéndose con el lodo de la pequeña montaña, al igual que las pocas flores
que había a los alrededores. Por un momento pensó que lo mejor sería que la tierra
se lo tragara, junto con el ataúd que había bajo él. Luego recordó que eso no
serviría de nada.
Sus lágrimas tampoco querían dejarlo, su tristeza era
demasiada y su llanto no cesaba. El cielo se oscureció aún más y supo que la
noche había llegado. También porque los olores cambiaron y los sonidos se
hicieron diferentes. Cerró los ojos, no quería pensar en nada más que en quien
reposaba, pero al rato los abrió y su nariz olfateó.
Fue cuando percibió el rastro de aquella, se quedó
quieto, su olor era inconfundible, la podía rastrear kilómetros a la redonda.
Pero ahora no tenía ganas de verla, no en esas circunstancias, además un gran
odio reflejaban sus ojos al recordarla. Al fin y al cabo había sido la culpable
de su desdicha, si no fuera por ella… todo, absolutamente todo hubiera sido
diferente. Pero no, le tenían un destino preparado y en contra de su voluntad
no le quedó más que continuarlo. Y la odió aún más, si es que su corazón podía
hacerlo más. Respiró profundo y abrió sus brazos, dejando una extraña marca de
ángel sobre el barro que comenzaba a desmoronar la montaña. Sonrió de medio
lado y miró el cielo. «Eso es lo que te
llevaste, un ángel, en lugar de llevarte a esos que dicen adorarte masacrando a
tus fieles seguidores» pensó, mirando con odio a las nubes que se cerraban cada
vez más. «¡Y lo hacen en tu nombre!», gritó mentalmente, pero aun así no se
calmó.
* * * * *
Cuando salió del callejón, con movimientos torpes y
desganados, esperando que nadie notara la sangre en su túnica, varias personas
se podían ver caminar y el olor de todas ellas entraba por su nariz. No
aguantaba, necesitaba más de aquel espeso líquido que se había transformado en
su alimento. Pero no podía, él era fuerte, podía ganarle a aquello, podía
vencer a la bestia. Volvió al callejón, con los ojos casi negros y los
colmillos casi por completo afuera, peleando consigo mismo para no
transformarse. Pero, siguiendo los instintos del animal en que se convirtió,
dio un salto hasta llegar al techo del edificio, así se fue saltando de casa en
casa, de cumbrera en cumbrera. Y huyendo, huyendo de todo… O por lo menos lo
intentaba…
Se detuvo cuando olfateó que en una callejuela andaba
una presa sola, se dejó caer con suavidad y quedó mirando la espalda de la
figura que se convertiría en su alimento. Porque ya no lograba pelear contra la
bestia, el olor de la sangre era demasiado fuerte y él no podía controlarse, y
quizás no quería… Sus colmillos había crecido, sus ojos se volvieron negros y
su respiración era agitada, tanto que su pecho se levantaba y el aire entraba y
salía por su boca. Pero decidió relajarse.
La chica dio un grito cuando se giró y vio tras ella al
ser vestido con túnica, que para ese entonces no era más que un joven aspirante
a sacerdote que se cubría la cara con el gorro de la túnica.
—Me asustó —le dijo con respeto—. ¿Anda perdido?, el
monasterio está al otro lado de la ciudad.
—¿Perdido? —preguntó con burla al recordar todo lo
vivido en aquel lugar, horrendo lugar—. Perdido estoy, pero no de ese lugar que
nombras. —Dio un paso al frente acercándose a la chica. Algo que lo torturaba
porque iba aguantando las ganas de sacar sus colmillos y transformarse.
—¿Entonces? —consultó, tratando de mirar por abajo del
gorro. Dio un paso atrás, temerosa, al
ver los grises ojos del chico volverse completamente negros. Volvió a
retroceder tiritona.
—De mí mismo —respondió abalanzándose sobre ella y
mostrándole los colmillos.
Le tapó la boca con su mano, su presa forcejeaba
intentando soltarse, cosa que no logró. La fuerza de él había aumentado y el
cuerpo de ella era tan pequeño y frágil, que no le costó nada usarlo a sus
anchas. La dejó contra la pared y lentamente posó sus labios en el cuello, sacó
sus filosos colmillos y mordió, para luego beber todo el líquido que poseía la
chica. Olvidando, por completo, que era la primera vez que tenía a una chica
tan cerca, exceptuándola a ella, obviamente.
El cuerpo cayó sin vida, con los ojos perdidos y un
gesto de horror en la cara. Limpió su rostro y volteó, alguien se aproximaba y
no era humano, lo sabía por el olor que emanaba. Dio unos pasos hacia atrás y
se escondió entre las sombras.
Intentando relajarse.
—Vaya. —La voz de una mujer resonó en el lugar—. Te has
adaptado rápido —sonrió mirando a la chica y pasando su lengua por el labio, como
saboreando lo que él había degustado—. ¿No saldrás? —preguntó clavando sus ojos
en dirección a donde se encontraba el chico escondido.
—¡¿Tú?! —exclamó dejando sus ojos a la vista, esos
grises y sensibles. Salió por completo pero no se quitó el gorro, continuó con
su túnica, que ya estaba con varias manchas de sangre encima.
—Sí, yo —respondió con una sonrisa sin quitarle el ojo
de encima—. Tú me salvaste de esos cazadores y yo te lo agradecí convirtiéndote
en lo que eres ahora, un vampiro —añadió sin un mínimo de tacto y con gesto
ansioso, porque lo quería para ella.
—Bastaba un gracias. —Sus ojos se volvieron negros, la
ira lo embargó y sintió que la fuerza de su nuevo ser comenzaba a salir, quería
venganza—. No te pedí que me transformaras.
—Lo sé —suspiró sentándose sobre unas cajas, cerca del
bote de la basura—. Pero me gustaste y quiero pasar la eternidad a tu lado.
—Soy un hombre dedicado a Dios —contestó decidido a
dejar la conversación. Al pronunciar esas palabras, la calma le volvió.
—¿Hombre? —preguntó mordiendo su labio inferior—. Eras
un hombre, ahora un vampiro, y nosotros no obedecemos leyes de ningún dios
—sonrió de medio lado y con ironía.
—Soy la excepción. —Frunció su ceño con molestia,
podría haberse decepcionado con la religión, pero no con su Dios.
—No lo creo —dijo al levantarse y apuntar a la chica,
todo con movimientos graciosos y dóciles, para llamar por completo la atención
del chico—. Eso de allí te delata.
—No quería ser rudo contigo —le sonrió de medio lado,
sacando toda la fuerza de voluntad que llevaba encima, él no acostumbrada a
tratar con mujeres de esa manera—. Pero ya que no entiendes, te lo diré claro,
no me interesa pasar la eternidad a tu lado.
—Lo hubieras dicho antes —habló mientras caminaba al
encuentro del chico—. Me encantan los retos —suspiró abrazándolo y notó el
nerviosismo de él.
—Éste lo tienes perdido. —La tomó de los brazos para
alejarla, no quería tenerla cerca.
—No lo creo —sonrió mirándolo a los ojos, tenía la
seguridad que a él le faltaba—. Juntos podremos dominar este mundo, tener a los
humanos a nuestro antojo, atormentarlos y beber su sangre cuando queramos.
Juntos seremos invencibles.
—Vaya —sonrió—, me alejó de la religión por esos
motivos y llegas tú a ofrecerme lo mismo. Ironías de la vida, pero bueno, si
quieres que te agradezca por lo que hiciste, no lo tendrás, si quieres que esté
contigo por toda la eternidad, ¿así fue como dijiste? Tendrás que mejorar la
oferta, hasta entonces… —Le hizo un gesto con la mano y volteó dándole la
espalda—. Nos vemos.
—Te enseñaré a usar tus nuevos poderes y a contener tus
ansías por la sangre —dijo rápidamente, viendo que eso podría ser su última
opción.
—Eso me interesa —susurró y se giró para volver a
mirarla, ella notó que sus ojos estaban negros.
—Entonces sígueme —sonrió la vampiro con suficiencia,
sabía que eso sólo sería el inicio, él le pertenecía, primero porque su sangre
lo transformó y luego porque así ella lo deseaba.
Saltó y corrió a gran velocidad por los tejados, él la
seguía muy de cerca, en el fondo, muy en el fondo y sin querer aceptarlo, le
agradaban bastante aquellos poderes, sentirse imparable, que la fuerza lo
recorriera por completo, que podría contra cualquier obstáculo que se le
cruzase por adelante. Se detuvieron a las afueras de la ciudad, en una pequeña
casa destartalada y entraron.
—Supongo que quieres deshacerte de aquellas túnicas
—dijo con burla abriendo una gran puerta cerca de la sala.
—Sí, ya de nada sirven. —Clavó su mirada en la chica,
no le tenía confianza y dudaba tenérsela algún día. Lo ponía nervioso, sí, pero
debía ser fuerte, debía aprender a controlarse para regresar a su hogar.
—Aquí tienes ropa de hombre —sonrió lanzándole unas
vestimentas elegantes de la época.
—Gracias —respondió al recibirlas.
Caminó por la casa buscando alguna habitación donde
cambiarse, escudriñando con la mirada cada rincón. La casa era tan lúgubre como
la vampira y eso lo mantenía atento a todo. Abrió una puerta y entró a un
recinto aparentemente vacío, decidió que allí se cambiaría de ropa y lo hizo. Cuando
se estaba terminando de abrochar la camisa, se acordó de su amiga, quien quizás
ya estuviera casada o a punto de hacerlo. Suspiró con melancolía y un extraño
sentimiento lo recorrió de pies a cabeza. La puerta se abrió de pronto
interrumpiendo sus pensamientos.
—¿Me das privacidad? —Frunció su ceño con enojo al
sentirla a su espalda.
—No —le respondió sonriendo mientras lo abrazaba por
atrás—. ¿Estás seguro que eras sacerdote?
—No lo era —suspiró girándose y mirándola de frente,
alejándola—. Estaba estudiando para serlo.
—Ahora te quito hasta el último rastro de esa vida —le
sonrió mientras se le colgaba del cuello y juntaba sus labios, a pesar que él
la había apartado.
Aquel beso no fue respondido por el chico, pero la
vampiro no se daría por vencida y continuó con sus labios pegados a los de él.
De a poco, y muy lento, comenzó a caer en las redes de la chica, cerró sus ojos
y se dejó llevar por la suavidad de aquella, por primera en su vida sentía lo
que era dar un beso y le gustó. Abrazó a la vampiro con fuerza, pegándola a él,
ella hundió sus finos y delgados dedos en la cabellera del chico, impidiendo la
separación de sus bocas. La tomó en sus brazos y la pegó contra la pared. No
sabía muy bien por qué lo hacía, sólo que quería y necesitaba. Él nunca había
tenido sentimientos que lo embargaran de esa manera.
Dejó los labios de la vampiro y quiso probar su cuello,
bajó y pasó su lengua por aquel lugar, ella sonreía gustosa porque lo tenía en
sus manos, como quería, ya poco le faltaba para tenerlo comiendo de su mano.
—Muérdeme —le ordenó—. Si quieres que sea tuya,
muérdeme.
El chico no lo pensó dos veces y sacó sus colmillos,
con suavidad mordió el cuello de la mujer. Su amiga de infancia se le vino a la
mente mientras la sangre de la vampiro comenzaba a salirle, bebió un poco de
aquel líquido y continuó probando cada una de las partes que componían el
cuerpo de la mujer, sin dejar de pensar en la chica que se había quedado en su
pueblo natal. Aunque de eso la vampira ni se enteró, ella pensaba que él sólo
tenía mente para desperdiciarla en el cuerpo que había cuidado por tantos años
ya.
Varios años pasaron, él ya conocía a la perfección cada
una de las nuevas cualidades que poseía su cuerpo y también sus debilidades.
Cada día despertaba con aquella chica entre sus brazos, pero a la vez, todo el
tiempo pensaba en su amiga. No había pasado segundo de su existencia en que no
la recordara.
—¿A dónde vas? —preguntó adormilada en la cama al ver
que él se levantaba.
—Me iré lejos por un tiempo —respondió al vestirse,
aquello era algo que debió hacer hace mucho tiempo, él lo sabía, pero esa
vampiro tenía sus artimañas.
—No te vayas —dijo enterrando su cara en las sábanas—.
Aquí tienes de todo y el desayuno está servido.
—Tengo asuntos pendientes —contestó abriendo la puerta
de la habitación.
—¿Con la mujer que nombras en tus sueños? —cuestionó
saliendo de la cama y con tono de enfado, con el paso de los años supo que él
no pensaba en ella en las noches que disfrutan juntos.
—Son cosas mías —habló y salió con rapidez, sabía que
si seguía con la conversación ella encontraría la manera de volver a
engatusarlo.
—Volverás —musitó mirándolo desde el umbral de la
puerta.
—No lo sé. —Miró la sala donde varias personas estaban
amordazadas, esperando las horas para comer. El desayuno era un chico amarrado
en la mesa.
—No fue una pregunta —sonrió—. Te lo aseguré.
El chico la miró con odio y salió de la casa, dando un
fuerte golpe a la puerta. La odiaba, pero más se odiaba a sí mismo por haberse
dejado engatusar hasta el punto de convertirse en el monstruo que era.
Corrió a gran velocidad, bastante tiempo le costó tomar
la decisión de volver a sus orígenes, pero ya era hora de hablar con su mejor
amiga y tal vez así lograr quitarse lo mal que se sentía después de haber
abandonado todo, aunque sea diferente, desde muchos puntos de vista.
No supo cuanto tiempo avanzó por ciudades, campos,
bosques, deteniéndose de vez en cuando a probar algunos bocados, hasta que
divisó su pueblo una tibia tarde de primavera. Recordaba a la perfección el
olor de la chica, saltó hasta quedar en el techo de una casa y olfateó el aire,
esperando que le llegara aquel aroma tan particular que la caracterizaba,
vainilla y tulipanes.
Sonrió al percibirla, aún seguía en el pueblo y estaba
bastante cerca, pero otro olor acompañaba su cuerpo, uno que no reconoció. Dio
un salto y bajó del tejado, se mezcló entre las personas que caminaban por las
calles, observando cada rincón del lugar que abandonó hace tanto. Algunas
personas se le hacían familiares, otras se quedaron viéndole como si fuera un
fantasma, pero luego sus vistas se perdían en la distancia y él seguía
caminando sin tomarlas en cuenta. El olor a vainillas y tulipanes se hizo
presente unos pasos más adelante, se escondió en un callejón y desde allí miró
a la mujer que vestía un elegante traje color mantequilla acompañado de un
sombrero del mismo color, caminando del brazo de un señor muy distinguido,
dedujo por la ropa que usaba.
Se notaba que ya no era una niña, de su sonrisa
radiante no había rastro, pero sus ojos castaños oscuros seguían igual de
brillosos como aquel día que la conoció. Su cabello liso, ondulado en las
puntas, le colgaba suelto hasta un poco más abajo de los hombros haciendo juego
con el vestido ya que lo tenía castaño bastante claro. Cuando se subió a la
carroza, pudo notar que su tez trigueña y su nariz perfilada continuaban igual
de bellas.
Quitó su vista de ella y se metió por el callejón
saliendo por otra calle, caminó con un rumbo fijo, antes de verla, debía ir a
visitar a sus padres. Que si bien no se llevaban el premio a los mejores, eran
quienes le dieron la vida y él los amaba por ello, al igual que quería saber de
su hermano.
La casa donde vivió seguía igual, excepto por las
personas que allí moraban, cosa que se enteró por los olores de la gente. Entró
y golpeó la puerta, una sirvienta de corta edad abrió.
—¿Diga? —preguntó temerosa mirando al chico.
—¿Dónde están los señores? —cuestionó olfateando el
interior, aún no se creía que sus padres abandonaran la casa que siempre
perteneció a su familia, y menos su hermano, que juró que mantendría viva la
finca.
—No se encuentran —respondió—. Están de vacaciones en
la casa del lago.
—¿Aún viven aquí los señores Fellon? —indagó sonriendo
al pensar que debió preguntar eso primero.
—No, señor —contestó con voz baja y evitando mirarlo—.
Aquí viven los Wells.
—¿Sabe dónde puedo encontrar a los Fellon? —La
confusión se hizo presente y se notó en sus palabras, no podía entender, aún,
que ya no vivieran allí.
—Sí, en el cementerio…
—Alcanzó a responder, pero el chico ya había desaparecido.
Le bastó escuchar la última palabra para desvanecerse
de aquella casa que por tanto tiempo fue su hogar. Corrió hasta llegar al lugar
que le señaló la sirvienta y allí olfateó intentando que el olor de sus padres
llegara a su nariz.
La noche comenzó a caer y aún no tenía rastro de sus
progenitores, caminaba por entre las tumbas, lentamente olfateando, pero nada.
Hasta que los percibió, dio un salto y cayó frente a las lápidas de sus padres,
quitó la maleza que crecía en sus alrededores y pudo ver con claridad que ambos
habían muerto con cuatro meses de diferencia, dos años después que arrancó del
monasterio.
Se arrodilló frente a ellos y les pidió perdón por
haber desaparecido tanto tiempo, por no haber dado rastro de vida y por no
regresar a tiempo. Lloró porque no pudo darles el último adiós y por ser un mal
hijo, a pesar que siempre evitara convertirse en aquello.
—No les puedo decir que nos encontraremos en el cielo.
—Se puso de pie, secó sus lágrimas y corrió lejos del lugar—. Allí ya no hay
espacio para mí… —susurró, pero esas palabras se las llevó el viento por la
rapidez con la que avanzaba.
Unos pocos minutos le bastaron para olfatear el rastro
de su amiga, unos segundos le tomó llegar al hogar de ésta y aparecer en el
balcón de su habitación. Miró a través del vidrio y la vio acostada, golpeó y
esperó.
La chica se puso de pie de un salto, tomó la fina bata
para levantarse y se la puso encima. Se encaminó a la puerta pero otro golpe la
detuvo, se dio cuenta que era la ventana lo que sonaba. Con temor y algo
tambaleante, se dirigió hasta el lugar, abrió un poco el visillo y lo vio.
Después de muchos años lo reconoció, no dudo en abrir enseguida, a pesar que
sentía que se le caía el alma a los pies y que todo aquello no era más que un
sueño.
—Ethan —susurró sorprendida al momento que él entró.
—He vuelto —dijo tomándola en sus brazos y abrazándola
con fuerza, sólo con eso podía demostrarle cuánto la había extrañado.
Su amiga respondió de la misma manera, a la vez que el
viento entraba con gran intensidad por la ventana, remeciendo las ropas de
ella, el cabello de él y las cortinas que adornaban la habitación.
—No soy el mismo —musitó cerca del oído.
—Nos dijeron que habías muerto —sollozó escondiendo su cara
en el pecho de su amigo, uno que se notaba más duro que lo que recordaba, y
después pensó que al abrazarlo también se sentía raro, él había crecido y no
sólo en estatura, sino que también en musculatura—. Le llegó una carta a tu
padre, decía que no habían encontrado tu cuerpo, que habías desaparecido.
—Intentó separarse, pero él no la dejó—. Te dieron por muerto... —Y comenzó a
desvanecerse, su rostro se llenó de lágrimas y confusión y no supo qué hacer,
todo se volvió confuso, no podía ser él, pero a la vez se sintió feliz por
recuperarlo.
—En parte es verdad. —La separó un poco de sus brazos y
la miró directo a los ojos, lo que debía confesarle no era nada de fácil y él
arriesgaba su vida con ello, si es que su amiga no lo entendía—. Morí.
—No entiendo…
—susurró tan bajo que apenas se escuchó. Se quedó mirando la espalda de
él, ya que se había alejado para cerrar la ventana—. ¿A qué te refirieres con
que no eres el mismo? —preguntó al recordar sus palabras—. ¿Y con que moriste?
—No soy el mismo que conociste —respondió sin mirarla
poniendo el seguro del ventanal—, ya ni siquiera soy humano.
—¿Qué eres? —indagó con curiosidad, asombro y algo de
temor, pensando que si eso era un sueño, era muy raro.
—Vampiro —contestó girándose y mostrándole sus colmillos
y sus ojos completamente negros.
Ella dio unos pasos atrás, alejándose de él. Tapó su
boca con las manos, aguantando un grito que pudo delatar al intruso que estaba
en su habitación, y lo miró con temor, no entendía nada, ¿qué era eso que se
parecía a su amigo? Confusión, sólo eso había en su cabeza.
Volvió sus ojos a la normalidad y guardó sus colmillos,
la miró fijo y le sonrió.
—¿Me apoyarás haga lo que haga? —cuestionó las palabras
que una vez salieron de la boca de ella.
—Lo haré —respondió lanzándose a los brazos del chico a
quien tanto extrañó y esperó, y si había algo que le diera fuerzas para saber
que era él, su amigo, eran esas palabras que con tanta frecuencia se decían uno
al otro.
* * * * *
Había encontrado de nuevo su rumbo, se quedaría en su
pueblo natal con ella, su mejor amiga, que pesar de estar casada, no era
impedimento para que cada noche él entrara a su habitación y charlaran
acostados durante largo rato, hasta que ella caía en un profundo sueño en los
brazos del vampiro.
—¿Qué me ibas a decir ese día que te conté mi deseo de
ser servidor de Dios? —preguntó una noche recordando su decimoséptimo
cumpleaños.
—No lo recuerdo —mintió alejándose de los brazos de su
amigo, para qué traer de vuelta el pasado, y más cuando era uno doloroso.
—No eres buena para mentirme —sonrió jalándola para
dejarla junto a él, nuevamente.
—Algo sin importancia. —Bajó su mirada apenada y con
nostalgia, sus mejillas estaban sonrojadas.
—¿Qué cosa? —consultó riendo, ella seguía actuando como
una niña y eso le gustaba.
—Que estaba enamorada de ti —dijo con rapidez
escondiendo la cara entre sus manos.
—¿Estabas? —preguntó quitándole las manos y levantando
el rostro para que sus ojos se clavaran en los de él.
—Lo estoy —aseguró sin poder quitar la vista de los
grises ojos que tenía enfrente—. No te imaginas todas las noches que pedí por
tu arrepentimiento frente a lo que deseabas para tu futuro, esperando a que
volvieras y me dijeras que me amabas. —Unas lágrimas salieron de sus ojos, él
la secó con sus dedos tiernamente.
—Te amo —musitó antes de juntar sus labios con los de
ella.
La chica abrió sus ojos a más no poder, su sueño se
volvía realidad. Los cerró con suavidad mientras abrazaba el cuello del
vampiro, dejándose guiar por sus labios. Y luego pensó que se había ganado el
Infierno, primero enamorada de un servidor de Dios y ahora engañando a su
esposo. Aunque nunca se le pasó por la cabeza que podría irse al Fuego Eterno
por estar enamorada de un vampiro.
La abrazó con fuerza, sin dejar de besarla, ya no era
necesario imaginársela en la vampiro, la tenía frente a él, en sus brazos, su
aroma de vainilla y tulipanes lo embriagaba. Dejó sus labios y bajó a su
cuello, lo besó con suavidad, sacó sus colmillos y la mordió. Ella abrió sus
ojos mostrando dolor, ahogó un grito y clavó sus uñas en la espalda de él, pero
no le impidió que bebiera un poco de su sangre, y él tampoco se alejaría, había
pasado tanto tiempo deseando aquello.
* * * * *
Las grandes gotas de lluvia empezaron a achicarse
lentamente hasta que desaparecieron. La figura de un hombre que en ese momento
se encontraba abrazando una montaña de barro ya casi inexistente, era lo que se
veía en aquella parte del cementerio cubierto por la oscuridad de la noche.
Se arrodilló y golpeó con sus puños la mojada tierra,
la lluvia se acabó, pero sus lágrimas no querían desaparecer.
—Lo siento —dijo una vez que sus golpes cesaron—. Si
tan sólo me hubieras dicho… —susurró limpiando su rostro cubierto por el barro,
dejando su cara manchada.
Fijó su vista en el suelo, apretando con fuerza sus
ojos, el dolor que sentía en su pecho era incomparable y la culpa que lo cubría
no tenía fin. Sería el peso que portaría por el resto de su vida y que lo
llevaría por el camino del bien.
—Yo no quería… —musitó sin levantar la vista—. ¿Lo
sabes, verdad? —preguntó al silencio de la noche—. Tal vez nunca debí volver…
—Abrió sus ojos, clavándolos en la lápida que tenía al frente—. ¡¿Por qué?!
—gritó apretando sus puños, soltando la rabia que se había acumulado
nuevamente—. Ya no volveré a sentir tu aroma de vainillas y tulipanes, ya no
tendré a quien detenga mis instintos asesinos, ya no estarás para decirme que
me apoyas… —habló por lo bajo pasando con suavidad sus dedos por el dorado
nombre grabado en la piedra—. Pero, te prometo, que seguiré adelante, recordando
tus palabras hasta el fin de mis días, tal vez tengas razón y todo lo que me
pasó sea por el bien de alguien más, quizás está en mi destino el ser lo que
soy. Probablemente algún ser me necesite, tal como yo lo hice contigo. —Dejó de
pasar sus dedos por la lápida—. Ésta será nuestra despedida, no nos volveremos
a ver ni siquiera en la hora de mi muerte, tú estarás con los ángeles, yo en el
Infierno.
* * * * *
Cada día que pasaba ella perdía más color, él no
entendía qué pasaba, estaba seguro que no le quitaba demasiada sangre en las
noches cuando la tenía en sus brazos. Pero también tenía consciencia de que
cuando llegó al pueblo dejó de beber sangre humana para reemplazarla por la de
vaca, o algún mamífero que encontrara en los alrededores, y tener el sabor de
ella en sus labios lo hacían perder el control.
—¿Te estoy dejando sin sangre? —preguntó una noche
preocupado.
—No, no lo haces —respondió abrazándose al cuerpo de su
amante.
—Entonces, ¿qué te hace perder el color? —consultó
intentando sacar información.
—No lo sé —contestó sin dejar de abrazarlo—, tal vez
estoy enferma.
—No —dijo poniéndose de pie, sacándola de su abrazo con
cuidado—. Estabas sana cuando llegué. —Se arrodilló junto a la cama y tomó la
mano de ella—. Yo te estoy matando.
—No lo haces. —Le besó la frente—. Y si lo hicieras, no
me importaría.
—A mí sí. —Le acarició la mejilla que ya no se
sonrojaba—. No te haré más daño.
—Prefiero que me muerdas a mí a que lo hagas con otra.
—Alzó un poco su voz, él sonrió.
—No sólo los humanos tienen sangre. —La abrazó con
fuerza, más que nada para tranquilizarse él.
—Yo seré quien te sostenga y quien te apoye —respondió
el abrazo—. Quien te dé el calor que necesitas, el consuelo y la amistad,
también mi sangre.
—No, eso no, ya no más —susurró en el oído de ella,
cerrando los ojos y aspirando el aroma que tanto le gustaba.
—Es mi decisión, respétala como yo lo hago con las
tuyas —le dijo con seriedad, él únicamente la abrazó con más fuerza.
Su marido, preocupado por la salud de ella, contrató a
un sin fin de médicos, brujos y curanderos, ninguno daba con lo que le hacía
perder tanta sangre y ella tampoco cooperaba para que lo descubrieran. El
vampiro no dejaba cicatrices cuando bebía.
Varios meses pasaron y, a pesar que él había dicho que
no tomaría de su sangre, no lo cumplió. En parte porque ella no lo dejaba y
tampoco era capaz de resistir el aroma que emanaba de su piel cuando la tenía
tan cerca.
Su salud empeoró al pasar de los días, a veces no podía
articular palabra alguna, él sólo se acostaba junto a ella, la abrazaba
pegándola a su cuerpo mientras le acariciaba su cabello, su rostro, su cuello,
sus brazos, susurrándole al oído lo bella que era y lo mucho que la amaba.
—Creo que pronto nos separaremos —habló con suavidad un
fría noche de invierno.
—Nunca lo haremos —aseguró él con suavidad.
—Tú eres inmortal —susurró—, ya es seguro que moriré, y
pronto.
—No dejaré que pase. —Le besó la frente.
—¿Cómo lo detendrás? —preguntó sonriéndole con dulzura.
—Me acompañarás en la eternidad —le respondió cerrando
sus ojos.
—Lo haré, pero desde otro lado. —Le acarició la
mejilla, secándole una lágrima solitaria que brotaba de sus ojos—. Nunca has
sido partidario de convertirme en vampiro y yo no quiero estar aquí tanto
tiempo.
—Pero… —musitó tomándole la mano—. No estoy dispuesto a
perderte.
—No lo harás —le aseguró—. Estaré contigo pase lo que
pase.
—Yo no podré ir a donde te encuentres. —La apretó con
fuerza contra su cuerpo.
—Claro que sí. —Clavó sus ojos en los de él—. Donde tú
vayas, yo iré, mientras esté en tu corazón, nada me separará de ti.
—No es lo mismo. —Varias lágrimas cayeron chocando
contra las pálidas mejillas de ella.
—Yo te ayudaré cuando caigas y estaré contigo cuando me
necesites —habló bajito, casi sin voz—. Te amo, siempre lo hice y nunca dejaré
de hacerlo, a pesar que nos separe un muro tan grande como es la muerte.
—No, no nos separarán —dijo sin poder contener sus
lágrimas.
—Debes dejarme ir —pidió cerrando sus ojos.
—No quiero —habló con desesperación mientras la
apretaba con más fuerzas contra su cuerpo—. Te amo —susurró y la mano de ella,
que se encontraba en su mejilla, cayó a un costado de su ser.
Ahogó un grito, nadie debía enterarse que se encontraba
en aquella habitación, la abrazó con más fuerza, ya nada podía hacer, ella se
había ido para siempre y esta vez él no podría seguirla.
Se quedó junto al cuerpo sin vida hasta el amanecer,
mirándola, acariciándola, abrazándola. Junto a los primeros rayos del sol,
abrió la ventana y saltó del balcón, corrió a gran velocidad, sin rumbo, hasta llegar
a un campo vacío, donde descargó toda la rabia que sentía a través de gritos.
* * * * *
Vainillas y tulipanes, era el olor que cubría el
cementerio, una tumba que hace unas horas había sido ocupada, se encontraba
cubierta de tulipanes con un toque de aroma a vainilla. Nadie supo de dónde
habían salido ni cómo llegaron hasta ese lugar, pero el agradable olor se
mantuvo por unas semanas.
Algunas personas dicen que un hombre visita cada año
aquella tumba, siempre en la misma fecha, para el cumpleaños de quien vive
allí. Ese mismo día desaparece una vaca.
Siglos más tarde, la lápida fue removida por mandato de
un hombre alto, ojos grises, cabellos castaños claros, tez trigueña y cuerpo
fornido. Poniendo en su lugar otra, con el mismo nombre y fechas, pero con diferente
inscripción, y dejando la frase más extraña que una persona normal pudiera leer
en una lápida: «Abrázame, como abrazaste
a la vida cuando los temores cobraron vida y me enterraste. Ámame, como amas al
sol abrazador en mi corazón vampiro». Pero con un significado que sólo él, y quien yace en ese
lugar, lo sabían.
Una vaca sigue desapareciendo en la misma fecha y un
olor a vainillas y tulipanes continua impregnando el ambiente tétrico del lugar
donde reposan los cuerpos, cada cierto tiempo, cada ciertos años, una figura
recorre el cementerio, sin que nadie pueda distinguirlo jamás.
Fin
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