—El
minotauro llamó hoy para saldar las cuentas del laberinto —dijo, mirando
fijamente a quien lo relevaría en el cargo, aquel asunto del minotauro era
especial y no debía mirarse en menos o dejar para después—. Lo dejé anotado en
aquel post-it para que no se te
olvide, dile al jefe apenas llegue de la reunión, ya sabes, que no se te pase
como la última vez o de ésta no te salvarás. —Tomó un montón de papeles que
tenía sobre el escritorio, los ordenó, golpeándolos contra la mesa de madera, y
los metió dentro de un cajón al que le echó llave. El otro simplemente miraba
al suelo, pensativo—. Puede que te corte una pierna, de todas maneras ni la
necesitas —sentenció, echó hacia atrás la silla y se puso de pie—. Nos vemos
mañana y que pases buena noche.
Le
dio un suave golpe en la espalda, a modo de despedida, y caminó con paso lento
a la salida, arrastrando el pie derecho. Quien había llegado recién lo miró, no
sabía por qué el otro cojeaba, pero una vez escuchó un rumor que decía que le
faltaban ciertas partes en la pierna. Él nunca había visto bajo la ropa la
pierna tullida del que se iba, pero si el rumor era cierto, lo más probable es
que aquello no fuera un simple accidente, sino que un castigo impuesto por el
jefe debido a una tarea mal realizada. Su cuerpo se estremeció y prefirió
sentarse, había cosas por hacer y la noche no era tan larga como muchos
pensaban.
Lo
primero que hizo fue tomar un llavero que tenía guardado en un lugar especial
bajo el escritorio y quitó la llave del cajón que le correspondía, sacó sus
papeles, unos lentes que colocó sobre su nariz y miró al frente. Había muchos
que atender. Gruñó, mostrando sus afilados colmillos, he hizo pasar al primero.
—Buenas
noches —saludó—. Tome asiento. ¿En qué puedo ayudarle?
—Buenas
—contestó mirándolo, a pesar que llevaba muchos años contactándose con aquel,
aún no se acostumbraba a verlo con lentes, era tan raro…—. Tengo un problema
con mi envase…
—¿De
nuevo? —preguntó y lo miró por sobre los lentes, luego se lo acomodó sobre el
puente de la nariz—. ¿Qué sucede ahora?
—Está
sin vida…
—¿Cuándo
fue la última vez que le dimos la chispa de la vida? Déjame revisar… —Comenzó a
ojear unos papeles, luego recurrió al teclado y miró en la base de datos.
—Hace
más de un mes.
—Aquí
dice que fue sólo hace una semana, y viniste de día. —Nuevamente lo miró por
sobre los lentes, volviéndoselos a acomodar—. Sabes que está prohibido dar más
de una chispa por mes.
—Pero
realmente lo necesito, estoy haciendo un trabajo para jefe…
—Tendré
que dejar tu petición y él dirá si te lo concede o no, si es tan importante
como dices, hará una excepción y te dejará usar una chispa, pero si no…
—Me
cortará una pierna, sí, lo sé…
—Oh,
no, claro que no —dijo y medio sonrió—. Eso ya es del pasado, ahora los
castigos son otros, más civilizados.
—¿En
serio? —consultó, entre esperanzado y sorprendido.
—Claro,
ahora los está castrando. —El otro palideció, aquello no podía ser posible—.
¿Y, bien, qué me dices? ¿Hacemos la petición para la chispa?
—No…
mejor que no… —susurró al ponerse de pie—. Si es tan necesario como me dijo… él
me buscará… sabía que la chispa no duraría… Fui un idiota al pensar que
necesitaba más chispa… Buenas noches.
Se
lo quedó mirando, luego de acomodarse los lentes, aquel no era muy diferente al
resto de los que allí vivían, al fin y al cabo pertenecían todos a la misma
especie: demonios. Tenían la piel de diferentes matices del color rojo, aunque
algunos llegaban a tenerla marrón, dependiendo de qué trabajo tuvieran que
realizar y el tipo de envase a utilizar, pero la mayoría destacaba por sus
colores anaranjados y rojos oscuros. Los ojos eran de color negro por completo,
no tenían iris, ni globo ocular, ni pupila que se pudiera diferenciar, todo era
negro. Tenían una cola, que era una extensión sin hueso de la columna vertebral.
La podían mover de un lado a otro y el largo de ésta indicaba los años de su
vida, aunque crecía poco con cada año que pasaba. Sus orejas eran puntiagudas.
Los
otros rasgos eran los que marcaban la diferencia entre unos y otros, por
ejemplo, algunos tenían rostros redondos y nariz puntiaguda, algunos eran más
altos y otros más bajos, otros con cuerpos flacos y algunos más rechonchos.
Había para muchos gustos. Todo dependía de la vida que llevaron antes de
convertirse en demonios, de la época en que eran humanos. Algunos no lo
recordaban, pero quien no dejaba de acomodarse los lentes en el puente de su
perfilada nariz, lo tenía muy presente. Él sabía muy bien cómo era su
apariencia antes de ser demonio y, estaba seguro, de que si algún día llegase a
tener la posibilidad de salir a la superficie, buscaría un envase que se le
asemejara a sus días de juventud, cuando causaba furor entre las chicas. Sonrió
de medio lado al recordarlo.
—Lul…
—Creyó escuchar su nombre, pero no le prestó atención—. Lul…
Y
estaban los bailes, y las comidas, y las noches de luna de llena. Además de los
licores, los dulces y manjares. Los vestidos, las joyas, los adornos en los
cuellos de las féminas y, como no, la sangre…
—¡Por
todos los demonios, Lul! ¡¿Por qué de entre todos los ineptos me tenía que
tocar al más inútil de los asistentes?!
El
mencionado se puso de pie al mismo momento en que quien gritaba golpeaba con
sus puños el escritorio de gruesa madera. Lul lo observó temeroso, acomodándose
los lentes sobre el puente de la nariz. Los ojos de aquel, a pesar de ser
negros por completo, destilaban fuego, incluso algunos rumores decían que él
los volvía negros con su poder, porque en realidad eran rojos. Pero Lul,
después de tantos años de servicio, nunca se los había visto más que negros así
que no hacía caso a los rumores, con excepción de ese día que veía colores por
todos lados a causa de su miedo. El movimiento de la cola, que terminaba en
punta de flecha —la de Lul tenía pequeñas espinas en todo su largo, ésa era
otra característica que diferenciaba a los demonios, aunque por familias, cada
familia tenía su propio estilo de colas—, golpeaba como látigo la tierra de la
caverna, rojiza caverna. A veces Lul se preguntaba por qué todo allí era rojo,
a él le gustaba el azul…
—¡Lul!
—Sí,
señor. Diga, señor. Soy todo oídos, señor.
—Sí,
sí, todo oídos… —gruñó, se puso las manos en la cintura y dio un paso en
dirección a su oficina. Su aura despedía enojo—. No te dejé ciego la última vez
sólo porque necesitabas tus ojos para ayudarme…
—No,
señor. Digo, sí, señor. Justo castigo, señor. Completamente merecido, señor.
—Ya
cállate de una buena vez —ordenó y entró por la puerta que estaba justo tras el
escritorio de Lul, con éste detrás, que cerró una vez que estuvo por completo
dentro—. ¿Algo nuevo en mi ausencia? —preguntó al sentarse en su sillón de
cuero color crema, con plumas de ganso como relleno.
—No,
señor —contestó cabizbajo, prefería morir, nuevamente, antes de mirarlo a los
ojos.
—¿Algún
mensaje? ¿Llamada o algo?
—No,
señor.
—Bien.
Estoy cansado, la reunión con Abbadón y los demás fue estúpida, siempre
peleando y discutiendo por más terreno. No sé para qué, si ni tienen tantos
seguidores. Como sea, no quiero interrupciones.
—Sí,
señor. Como diga, señor.
Hizo
una reverencia y retrocedió, según él era una descortesía darle la espalda a su
jefe, así que caminó en reversa hasta que chocó contra la puerta. La tanteó
hasta que dio con la manilla y salió. Suspiró y relajó sus hombros una vez
fuera, se había salvado por poco, un error más y no contaría su experiencia
nunca más. Bien sabía que su jefe paciencia no tenía.
Se
sentó en la silla, se acomodó los lentes y se dispuso a hacer pasar al
siguiente número de atención, pero al mirar la pantalla vio un mensaje: «El
minotauro llamó hoy para saldar las cuentas del laberinto, avísale a jefe
apenas llegue. Es de suma urgencia». Si Lul no fuera un demonio hubiera
renegado de todos los dioses existentes, pero no podía siquiera mencionar la
palabra sin quemarse la lengua, así que sólo se limitó a leer una y otra vez el
mensaje mientras el sudor frío le recorría desde la nuca hasta la espalda. Con
una mano temblorosa pulsó el botón del intercomunicador directo a la oficina de
su jefe.
—Señor…
—Su voz sonó titubeante, había muy pocas posibilidades de salvarse de aquello.
—Te
dije que no quiero interrupciones, sé útil alguna vez y no me molestes más.
—Pero,
señor…
—¡Te
cortaré una pierna, Lul!
—Señor,
es un mensaje del minotauro —dijo con rapidez, sintió a su jefe suspirar.
—¿Y
ahora qué quiere ese inepto? —gruñó, y Lul se lo pudo imaginar masajeándose las
sienes.
—Las
cuentas del laberinto, señor.
—¿Está
en la línea aún?
—No,
señor.
—No,
señor. No, señor —imitó, con voz casi perfecta, a su subordinado—. ¡Por una vez
en tu maldita vida, Lul. Haz las cosas como corresponden!
—Isabó
dejó un mensaje, señor. Un post-it,
señor. El minotauro habló con él…
—Me
dijiste que no había mensajes importantes, Lul —susurró, y Lul tragó grueso, la
gota de sudor frío volvió a recorrerle la espalda.
—Señor…
—Comunícame
con el minotauro —ordenó al interrumpir, el demonio sabía que ya lo había
hartado—. Y rápido.
—Señor,
ya pasan de la una de la madrugada. Su oficina ya cerró, señor.
—Recuérdame
por qué no te dejé ciego, Lul. —El empleado volvió a tragar grueso, las cosas
estaban empeorando para él—. Ah, sí, porque necesitas tus ojos y tus oídos y tu
boca. El resto de tu cuerpo es inservible, dime ¿qué te gustaría mantener?
—Señor,
yo…
—Silencio.
Pon mucha atención a lo que te diré, quiero que llames al minotauro y hables
con quien recibe los mensajes, le dirás que mañana a primera hora me reuniré
con él en el lugar de siempre y arreglaremos cuentas. ¿Entendido?
—Sí,
señor. Muy entendido, señor.
—¿Qué
le dirás, Lul? —preguntó con tono cansado y hastiado.
—Que
mañana a primera hora, señor. En el lugar de siempre, señor. Y arreglarán
cuentas, señor.
—Bien,
Lul, bien. Ahora sé buen chico ¡y deja de molestarme!
—Sí,
señor, sí.
—Una
cosa antes, prepara mi traje de reunión con el minotauro.
—Sí,
señor.
Pero
esto el jefe no lo escuchó porque ya había presionado el botón y cortó la
comunicación con su empleado. Lul se dio el tiempo de relajarse, no salió tan
mal parado después de todo. Los demonios, que esperaban ser atendidos,
observaban y escuchaban todo con atención. Varios se pusieron de pie y se
marchaban, sus asuntos no eran tan importantes y se notaba que aquella no era
una buena noche para pedir cosas. Lul los envidió.
Se puso de pie, tembloroso, y sacó un manojo de
llaves de encima. Caminó hasta una puerta, unos metros a la derecha de la de su
jefe, y entró. Era el armario, allí estaban guardados los trajes, buscó el que
decía «minotauro» y lo sacó. Se quedó un rato observándolo, aquel envase se
parecía bastante a como era él antes de ser demonio, se notaba que el humano
era de buen ver, quizás por eso su jefe solía usarlo tan seguido y no sólo con
el minotauro. Era un tipo alto, moreno, de ojos azules. Sus documentos
indicaban que era un abogado. Lástima que se topara con su jefe, que éste le robara
el alma y que ahora estuviera en algún lugar del Infierno siendo torturado para
borrar hasta la última memoria. Lul suspiró, su tortura fue llegar a trabajar
con su jefe. Tanto él como Isabó recibieron el mismo castigo, teniendo todos
sus recuerdos a manos de un poderoso demonio capaz de controlarlos a su antojo.
Eran sus esclavos.
Tomó
el envase y lo sacudió un poco, le revisó los bolsillos y quitó todo lo que
había en los interiores, a veces deseaba haber quedado ciego para no tener
conocimiento de las cosas que encontraba de su jefe en los bolsillos. Luego
metió el traje en la máquina de lavado. Antes de salir, husmeó la billetera del
envase, así supo que en su vida aquel humano se llamó Dylan. Ahora no era más
que otro traje de Belial, príncipe de los Infiernos.
Lul
salió y caminó hasta su escritorio, se sentó en la silla y volvió a acomodarse
los lentes. Tomó el teléfono y llamó a la oficina del minotauro, dejó el
mensaje y colgó. Luego de eso, recién pudo suspirar aliviado, se había salvado.
La
luz roja del intercomunicador parpadeó, apretó el botón y esperó a que su jefe
hablara.
—Lul…
—Sí,
señor.
—¿Hiciste
lo que te pedí?
—Sí,
señor.
—Bien,
ahora necesito que le dejes un mensaje a Isabó.
—Sí,
señor. Dígame, señor.
—Querido
Isabó, debido a la inutilidad de Lul, he decidido cortarle las dos piernas
porque no las necesita, recuérdame hacerlo apenas veas esto en la mañana.
—Señor…
—¿Algún
problema con esto, Lul?
—No,
señor. Ninguno, señor.
—Bien,
entonces deja el post-it y ya cállate
de una buena vez.
Y
la luz roja se apagó. Lul sintió las miradas de todos a su alrededor sobre él,
y no era agradable. Lástima y pena era lo único que percibía. Se secó el sudor
de la frente con el antebrazo y con mano temblorosa escribió el post-it. Escuchaba la voz vieja y
rasposa de Isabó decirle: «te lo advertí, Lul, te dije que le avisaras apenas
llegara. Ahora no te quejes». Suspiró, quizás si pudiera elegir escogería otro
empleo, uno no tan peligroso como es ser asistente de un demonio.
Aunque
no todo estaba tan mal, según lo conversado con el asistente de la oficina del
minotauro, debería acompañar a su jefe porque entregarían cuentas que sólo él
llevaba. Lul se permitió sonreír de medio lado, sacaría su mejor traje, iría a
tomar café a un bellísimo restaurante y podría volver a respirar el aire
humano. Cerró los ojos y se imaginó el gran día que le esperaba, junto aquellos
seres, sintiéndose uno más de ellos nuevamente, sintiéndose vivo. O por lo
menos así lo describía Isabó, él siempre acompañaba a su jefe.
Luego
tragó grueso, el sudor volvió a recorrerle la espalda. Había olvidado el
pequeño detalle de mencionarle eso a su jefe. Se sentó de una manera correcta y
con los dedos tiritando de miedo, apretó el botón del intercomunicador. La luz
se volvió roja y esperó…
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