Prólogo
Salió corriendo de aquel hotel en el que se encontraba
con su padre, no quería seguir allí. ¿Cómo esperaba que reaccionara después de
lo confesado? El estruendo de la puerta al cerrarse con fuerza, fue lo último
que escuchó.
Quien aún se
encontraba en el interior, volvió a abrir y la miró alejarse, no la siguió, no
la llamó. Él sabía que estaría bien, tan seguro estaba como conocía a su
pequeña hija de sólo diez años. Esperaba que su reacción fuera otra después de
decirle la verdad, supuestamente siempre es el mejor camino ante la mentira.
Pasó con fuerza su mano derecha por la cara, hubiera dado
lo que fuera porque ella nunca se enterara. Mas no podía seguir guardando ese
secreto, el poder oculto de su pequeña comenzaría a notarse, y debía
entrenarlo.
Se giró y entró a la habitación, se sentó en la orilla de
la cama, frente al televisor, y tapó su cara con ambas manos. Lloró, por no
poder evitar lo que pasaba; por arrastrar con él el futuro de su hija, uno que
sólo la llevaría a una vida llena de peligros, tal como la suya.
Continuó corriendo hasta que llegó a un árbol. Tras del
tronco observó a su padre, que tenía su vista fija en ella. «No volveré», pensó
a la vez que una lágrima solitaria corría por su mejilla. El hombre junto a la
puerta entró y cerró tras de sí. La pequeña dio media vuelta y volvió a correr
sin dirección, maldiciendo por lo bajo a la región en que se encontraban, donde
a pesar que el camino había sido levantado para dejarlo a ras de las colinas,
aún se podía sentir el pesado ascenso a ellas.
Avanzaba con el pensamiento fijo en la confesión de su
padre. «¿Por qué?», se preguntaba una y otra vez sin obtener respuestas claras.
Llegó hasta una pequeña plaza y se sentó en un asiento que cubría la sombra de
un gran árbol.
—Yo sólo quería una vida normal —dijo en voz alta,
tapándose la cara con sus pequeñas manos, evitando, a toda costa, derramar
lágrimas.
Sintió que alguien se paró frente a ella, se asustó y no
quitó sus manos del rostro. En su interior la idea de que la habían descubierto
creció con fuerza. Sólo bastó que su padre le contara la verdad de su vida para
que la encontraran. Se armó de valor y mostró su rostro al levantar su cabeza.
Frente a ella se encontraba un niño con una enorme sonrisa, la miraba con
curiosidad.
Se sonrojó, por la vida que llevaba con su padre no tenía
amigos, ni conocidos, ni nada. Se dedicaba a andar de ciudad en ciudad, región
en región, por todo el país.
El chico que acababa de llegar era realmente lindo para
ella, su cabello castaño oscuro colgaba liso hasta sus orejas, sus ojos color
miel irradiaban calidez, que contrastaban con su pálida tez, aunque no al
extremo. Sus labios pequeños y bien formados realzaban una hermosa sonrisa; su
nariz respingona lograba que su rostro redondo fuera perfecto.
—¿Vienes a matarte? —preguntó mirándolo.
—Vengo a invitarte a jugar conmigo —respondió algo
confundido, borrando la sonrisa—. Que no quiero matar a nadie. Eres rara.
—Soy normal —aseguró poniéndose de pie—. ¿A qué jugamos?
—consultó olvidando todo lo anterior.
—A lo que tú quieras —contestó esbozando, nuevamente, su
sonrisa.
—¿Qué edad tienes? —Clavó sus vivos ojos en los del
chico, con curiosidad.
—Doce —dijo con orgullo, sacando pecho y alzando su
cuerpo—. ¿Y tú?
—Diez —musitó rauda y con burla—. No eres muy alto para
tu edad —sonrió—. Casi eres de la misma estatura que yo, y si no te levantaras,
quizás te ganaría. ¡Y eso que me pasas por dos años!
—No, no —se apresuró en decir—. Tú eres una enana y yo un
gigante.
Ambos rieron y corrieron a los juegos infantiles,
ubicados en el centro de la plaza. Se columpiaron, se balancearon, se
resbalaron y hasta rodaron por la tierra, igual como harían dos pequeños
normales de su edad. Por unos momentos se detenían y miraban en rededor, la
mayoría de los otros chicos estaban acompañados por sus familias, padres,
madres, hermanos, quizás tíos y primos; menos ellos dos, simplemente se tenían
el uno al otro.
Entre risas y juegos el tiempo comenzó a pasar, no se
dieron cuenta que la noche cayó de golpe y el viento comenzaba a ser molesto y
frío.
—¿Vendrás mañana? —preguntó el chico abrazándose a sí
mismo. A pesar que llevaba una chaqueta, el frío lograba colarse y entumecerlo.
—No, no vendré —respondió con frialdad—. Me estoy fugando
de mi padre.
—Si yo tuviera un padre y una madre no los dejaría nunca.
—La tristeza se notó en la voz del pequeño.
—Yo no tengo madre. —Bajó la cabeza, en el fondo sabía
muy bien que no podría dejar a quien la esperaba en el hotel, era todo y lo
único que tenía.
—Yo que tú no me voy —le aconsejó, mostrando una sonrisa
que se llevó la tristeza—. Así vienes a jugar conmigo mañana.
—De todas maneras no podría —contestó mirándolo con algo
de melancolía—. Mi padre se va mañana temprano, por asuntos de negocios.
—Vete con tu padre —indicó casi con una súplica—. No te
fugues, no tienes idea lo que es no tener a nadie.
—¿Estás solo? —consultó con notoria curiosidad.
—Estoy con mis tíos y primos. —Por unos momentos toda la
felicidad que irradiaba, desapareció—. Mis padres hace mucho que se fueron al
cielo, ni los recuerdo.
—¿Nos volveremos a ver? —indagó atravesándolo con la
mirada.
—¡Claro que sí! —exclamó efusivo, ocultando, nuevamente,
todo rastro de tristeza.
—Eres el único amigo que tengo —sonrió al abrazarlo con
fuerza.
—Y tú la única amiga que tengo —susurró apretándola de la
misma manera que ella a él—. Pero ya ve con tu padre, debe estar preocupado.
—Sí, lo sé —lo soltó y dejó un poco de distancia entre
ambos.
Se miraron por unos minutos, ninguno quería apartarse,
mas debían hacerlo. Se dieron la espalda y comenzaron a caminar lentamente, en
direcciones opuestas.
—¡Espera! —gritó ella—. ¡¿Cómo te llamas?! —La
desesperación se notaba en el tono de su voz. A la vez que se regañaba mentalmente
por no haber preguntado eso mientras jugaban.
—¡Bastian! —respondió con una sonrisa—, ¡Bastian O’Ryan,
¿y tú?!
—¡Hayley! —Agitó su mano en señal de despedida—, ¡Hayley
Marshall!
Se dieron media vuelta y corrieron a sus hogares, donde
los esperaban sus familiares. Ambos llevaban una gran sonrisa dibujada en sus
rostros, habían pasado un inolvidable día.
Ella llegó al hotel, golpeó la puerta de la habitación y
su padre abrió casi instantáneamente. La abrazó fuerte, por unos momentos pensó
que la dejaría sin aire, aun así no dijo nada y le respondió de la misma
manera. Entraron y luego cenaron.
Él, por otro lado, llegó a la casa de sus tíos, quienes
se encontraban viendo televisión en la sala de estar. Se dirigió a su
habitación esperando que sus primos no estuvieran allí, aunque era casi
imposible. Giró el pomo con suavidad, pero el grito que lanzó fue suficiente
para alertar a todos. Salió corriendo y se encerró en el baño de visitas.
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